Nuestro
secreto
Yo lo quería a Juan. El año pasado fue el último que
compartimos juntos el cole. Como su casa queda en frente al patio de la escuela,
cada mediodía intentaba llegar a la una en punto para encontrármelo cruzando la
calle. En algún momento él me miraba, yo siempre lo estaba mirando.
Era septiembre. Juan y sus compañeros organizaban el
viaje de egresados. Como la fiesta era en la escuela, yo tenía permiso para ir.
En general no salía. Mis amigas sí salían, ya iban a bailar; pero mi mamá, como
estaba sola, no me dejaba. La fiesta empezó a la tardecita. Enseguida ubiqué a
Juan que estaba ayudando con las bebidas, iba mesa por mesa tomando pedidos y
entregando grandes vasos llenos de cerveza y no sé qué otra cosa. Él tenía una
remera azul con su nombre. Yo estaba con mis amigas. Cuando llegó el momento de
ir a bailar lo único que hacía era buscar con la mirada a Juan. Por un momento
lo perdí entre todas las remeras azules hasta que de repente escuché: Hola, ¿querés bailar conmigo?
Fue como un sueño, era la primera vez que lo tenía
tan cerca. Cuando toqué sus manos las sentí calentitas y suaves. Bailamos cinco
canciones. Después me invitó a que nos alejáramos y lo seguí sin dudar.
Caminamos hacia el patio, el que da a su casa, nos sentamos en el banco debajo
del plátano y me dijo que le gustaba mucho. Después nos dimos un beso.
A partir de esa noche siempre que podía me
encontraba con Juan. Él me mandaba a decir con algún compañero que a la salida
de la escuela nos podíamos ver en su casa. Yo empujaba la puerta celeste del
portón y él me estaba esperando. Me hacía un gesto de silencio poniendo el dedo
índice sobre sus labios, me daba la mano y me llevaba por una escalera caracol
a un pequeño cuarto en el primer piso. Era su lugar, decía. Y en ese lugar yo
sentía que nada malo me podía pasar.
Yo inventaba mil excusas cuando llegaba tarde a mi
casa. Las excusas siempre tenían que ver con tareas para la escuela. Los
encuentros con Juan eran nuestro secreto.
El año terminaba y estaba triste porque no lo iba a
ver más. O si lo seguía viendo cada tanto, ya no iba a ser lo mismo. Esa
tristeza hizo que sienta cosas extrañas en el cuerpo. La comida no me gustaba
como antes. Tenía ganas de dormir y cuando dormía soñaba con él.
Las clases habían terminado, también había pasado
Navidad. Un día mi mamá decidió llevarme al médico. Me hicieron varias
preguntas y hasta me sacaron sangre. Después fuimos a otra doctora. Ahí ella
entró sola y yo tuve que esperar. Cuando salió me dijo que teníamos que
hablar; no voy a olvidar nunca la
expresión de mi mamá. Era de noche y estábamos solas en casa, como siempre. Nos
sentamos a cenar, ella parecía incómoda, entendí que algo estaba pasando. Me explicó
que algún día se lo iba a agradecer; que muchas veces las historias familiares
se repiten pero esta vez no, porque ella quería lo mejor para mí. Creí saber lo
que estaba ocurriendo pero no pude decir nada.
Nuestra relación cambió a partir de ese día. Mamá
estaba incómoda, podía notarlo. No quise preguntar nada más pero seguí pensando.
Una tarde se me ocurrió por primera vez que podríamos llegar adonde estamos
ahora.
Es un
consultorio oscuro y frío que contrasta con el clima caliente y el colorido
típico de este momento del año. Mis pensamientos se escapan por la única
ventana que se ve por la puerta entreabierta del baño. Pienso que en el verano
la gente está más alegre y por eso usa colores en su ropa. Dicen que el negro
atrae más el calor, eso no lo entiendo. Tengo trece años, quizás cuando sea más
grande lo voy a entender. Acá hay una hilera de sillas con tapizado verde y
patas de hierro, son cómodas. También hay un escritorio de madera con una
agenda, una lapicera y un teléfono que no suena. Mi mamá tiene un rosario en
las manos. Por momentos me mira de una manera extraña y, sin romper el silencio,
hace un gesto que se parece a una sonrisa. Eso tampoco lo entiendo, quizás
cuando sea más grande lo voy a entender.
Ángela Guardione