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domingo, 12 de septiembre de 2010
Entrevista con Osvaldo Bossi. Versión completa.
Adoro: la calle en que se vieron
Papeles Blancos – Antes de Adoro, tenías otras dos nouvelles, que son La Médium y Lo más espeso del monte, que no fueron publicadas ¿Qué fue lo que pasó para que Adoro sí fuese tu primera nouvelle publicada?
Osvaldo Bossi – Lo que pasó es que las escribí con el mismo entusiasmo con que escribí Adoro; me llevó mucho tiempo trabajarlas y cuando las dí a leer, las novelas gustaron, pero yo sentía que no estaban listas para ser publicadas, que les faltaba algo. En fin, que tenía que aprender a escribir narrativa, en el sentido más amplio de la palabra. Había algo en relación al género "novela" que se me imponía, y me costaba mucho trabajo (aún me cuesta) adueñarme de los procedimientos. Creo que con Adoro algo aprendí. Sobre todo, cuando empecé a trabajar, como digo siempre en relación a la poesía, con la mayor libertad posible. Si yo no hubiera sentido eso, creo que no la hubiera publicado. En cambio, en determinado momento, comprendí que ahí podía haber algo así como un comienzo. ¿Cómo decirlo? Como si yo le hubiera creído, finalmente, al autor, y me hubiera dicho a mí mismo: Bueno, este tipo está poniendo algo personal, y sobre todo, no está temeroso (o tan temeroso) de escribir una novela, o como diablos se llame lo que está haciendo. Fue ahí, creo, cuando las cosas cambiaron, y entregué la novela a los chicos de la editorial de Bajo la luna, para que evaluaran la posibilidad de publicarla... o no.
P. B. – Hablaste de vos en tercera persona, o de un otro vos, ¿qué distancia hay entre Osvaldo Bossi autor y Osvaldo Bossi acá, empíricamente presente?
O.B. – Me parece que hay mucha distancia, aunque no lo parezca (sonríe). Evidentemente ese “yo” que aparece dentro de los textos y que aparece incluso en la novela, es una síntesis, una concentración de algo (de alguien) que siempre sabe mucho más que uno, es más inteligente, maneja mejor el lenguaje y se le ocurren cosas… A mí en cambio, no. Yo soy una persona como cualquier otra y sé con las dificultades con las que tengo que lidiar. Soy, digamos, extremadamente imperfecto, y a veces me parece que no estoy a la altura de lo que escribo. Quizás por eso de que “el lenguaje simula sabiduría” como decía Borges, no sé… Cuando escribe poesía, no lo hace a través de un lenguaje privado, personal, sino con un lenguaje que pertenece a una tradición. Y si tiene suerte, a veces uno puede agregar algo a esa tradición; pero no imitándola, ¿no?, sino haciendo lo que los otros hicieron. O quizás imitándolo en lo más profundo que los otros hicieron, como decía Basho, que es en la búsqueda de la poesía. Bueno, yo busco la poesía también en mi escritura y en eso no soy nada original. Me parece que ahí interviene algo que es propio y algo que es ajeno, y por eso, ese otro que escribe es más sabio y más dúctil que yo, que soy una criatura limitada en el tiempo y en el espacio.
P. B. – Vos venías con un largo camino ya recorrido en materia de poesía. ¿Cuánto de eso creés que subsiste en Adoro, de ese trabajo poético en los procedimientos de la narrativa?
O. B. – Primero, no quería escribir prosa poética. Era lo primero que no quería hacer. Quería escribir una novela, pero no una novela convencional sino una novela -y eso lo aprendí de la poesía- que pusiera una gran atención en el lenguaje. Para eso tenía que escuchar muy bien la voz del narrador, tenía que estar muy atento a lo que él quería contarme, y poner todo el oído en su voz y en su forma de narrar. De hecho, yo trabajé todo el texto frase por frase. Escribí una primera versión muy rápido, en muy pocas semanas, pero después fue un largo trabajo de corrección, en dónde yo sentía que no se trataba de un recurso meramente “formal”, para embellecer el texto sino para precisarlo, para quitar todo aquello que fuera accesorio, todo lo que no tuviera que ver con esa “voz” que se estaba haciendo cargo del relato. Y ese aprendizaje lo saqué de la poesía. También lo que aprendí de la poesía es la voluntad de síntesis, y que a veces no hace falta decirlo todo, sino -por el contrario- decirlo de otra manera, por alusión o por intensidad. Como cuando escuchamos muy atentamente el ritmo, la música que pueda tener (y tiene) la prosa. Es decir, todos los procedimientos de la poesía los apliqué, pero sabiendo que estaba contando una historia, sin perder nunca ese punto de vista, estrictamente narrativo. Fue interesante lo que dijo Leopoldo Brizuela en la presentación del libro. Dijo, si mal no recuerdo, algo así como: Es evidente que hay cosas que la poesía no puede contar y por eso, precisamente, se escribe una novela. Me gustó eso. Sobre todo porque tendemos a creer que la poesía es el súmmum , que la poesía todo lo puede decir, y (por suerte) es evidente que no. De todos modos, yo quería trabajar en esa tensión, en ese arco tenso entre lo narrativo y la concisión del lenguaje que sólo nos enseña la poesía. Y me llevó dos años, más o menos, trabajar esas setenta paginitas… una exageración.
La distancia que va del coyote al correcaminos
P. B. – Hablabas de un arco que se tensionaba, y justamente la figura de una tensión era la figura que quería usar para hablar de tu obra, tratando de encontrar claves que permitieran marcar cierta regularidad, cierta búsqueda constante. Lo que yo leía era cierta tensión de deseo, entre dos deseantes; lo veía desde el primer libro que escribís que es Del coyote al correcaminos hasta el narrador de Adoro con su Astroboy. Quería saber si vos también veías esa tensión.
O. B. – ¿Esa tensión deseante? Sí, totalmente. Y de lo inalcanzable, como en todo deseo. Entonces tengo garantizado que voy a escribir por mucho tiempo más todavía, porque el objeto de ese deseo es, como suele ocurrir, imposible. Un objeto absolutamente imaginario que se construye a partir del lenguaje, y con el cual la realidad (a veces) colabora un poco, pero sólo un poco, nada más. Por eso es interesante el trabajo que hace lo imaginario con la poesía, que aunque trabaje con elementos de la propia vida -las cosas que le pasan a uno, o que imagina que le pasan- estos elementos terminan siendo una construcción. Desde el yo, desde el sujeto que dice ser yo, hasta ese otro completamente imaginario Y en el medio, bueno, el lenguaje de la poesía o el de la narrativa, tratando de unir esos dos extremos, aparentemente antagónicos….
Toda esta cuestión, les confieso ahora, a mí me da un poco de miedo. Como si detrás de todo ese juego (o simulacro) hubiera alguien, una persona, que seguramente soy yo (no el yo que escribe los poemas sino yo, a secas) y que por lo tanto algo de mí estuviera vendiéndose al diablo en esos momentos. A pesar de saber que todo eso es una ficción; no importa. ¿Hasta dónde puedo decir: esto es ficción, esto es verdad? ¿Hasta dónde puedo engañar y engañarme?
P. B. – Es una parte tuya después de todo, ¿no?
O. B. – Es una parte mía, pero que se hace cada vez más real, más real que yo… No sólo para mí mismo, sino para los demás, porque los demás lo creen a rajatabla y entonces lo relacionan con uno y dicen, por ejemplo, que escuchan mi voz en los poemas y todas esas cosas… Pero en fin, no es tan extraño. Todo esto pasa porque la poesía trabaja con ese elemento tan confuso que es el yo lírico, y es lógico que algunos confundan ésto con el autor. Incluso uno mismo, que sabe de estas cosas, se confunde. Hace poco hablando con Diana Bellesi sobre la novela, ella me dijo: Mirá que yo no soy un bebé de pecho: yo he leído, yo conozco todas las trampas y los trucos que puede tener un escritor, pero a medida que iba leyendo tu novela, me creía todo, todo absolutamente. Bueno, en cuanto a mi propia escritura en particular, trato de estar atento a esas cosas...
P. B. – Hay sustos que paralizan, pero a mí me parece que en tu caso es una huida hacia delante, parecés no estar detenido en la escritura, sino que es un susto que te lleva a más escritura.
O. B. –Eso es verdad. Pero además lo viví con cada libro. Cada vez que publicaba alguno, inmediatamente pensaba: Ahora sí, con esto lo arruiné todo, la gente no me va a saludar más… es un desastre. Me pasó con El muchacho de los helados, con Fiel a una sombra, con Adoro… Yo estaba totalmente asustado con la publicación de la novela, y esto debe ocurrir porque la escritura siempre es un enorme lugar de exposición. Pero, como vos decís, a mí en lugar de paralizarme, ese miedo me ayuda a redoblar la apuesta, y de hecho siento que con cada libro me arriesgo un poco más. Después, por supuesto, me doy cuenta que no pasa nada. En realidad, el único que se asusta soy yo…, por suerte.
Una pulsión que va de adentro hacia afuera -y no al revés-
P. B. – Te asustás porque estás mostrándote, en algún punto. Aunque es tu yo que no sos vos, pero al mismo tiempo sí.
O.B. – Sí, ¿Te acordás de Pessoa? De él no se sabe prácticamente nada, es un autor casi “sin biografía” como dice Octavio Paz, con todo ese lío, ese subterfugio de los heterónimos…. ¿Dónde está Pessoa? ¿Quién fue? Octavio Paz nos dice sencillamente: No está en ninguna parte, y está en sus poemas… Terrible, ¿no? Y al mismo tiempo, quién sabe… Yo, por ejemplo, si no estuviera la poesía no entendería este mundo, y mucho menos podría relacionarme con los demás. En cambio, gracias a la poesía, a la literatura en general, me puedo relacionar con la gente, y puedo tener un diálogo más o menos civilizado con las personas. Entonces, es claro que cuando yo pongo a circular mis textos, éstos se encuentren dentro de esta dimensión, un tanto exagerada. La de alguien absolutamente tímido que quiere, entre otras cosas, comunicarse con los demás. O peor todavía: alguien que busca, desesperadamente, el amor de los demás. Así que imaginate el desasosiego enorme que significa ponerse en ese lugar de exposición (se ríe).
P. B. – A mí me hace acordar mucho a lo que escribís en Del coyote al correcaminos cuando hacés la revisión de ese libro que había sido escrito pero hasta ese momento no había sido publicado. Vos hablás del instante de la composición, y decís: "en mi caso, el movimiento que se produce es de adentro hacia afuera, y nunca al revés, o al menos tengo la sensación de que sucede así". ¿Cómo es eso? ¿Cómo es ese momento de la composición y que va de adentro hacia afuera?
O. B. – Es que el texto surge de una necesidad interna, no externa. No soy un formalista ni alguien que experimenta con el lenguaje. No me interesa la experimentación, no me interesan las vanguardias tampoco, que es ese trabajo con la novedad. Para mí realmente no hay nada nuevo bajo el sol, simplemente hay que descubrir las cosas que ya están ahí, y verlas, y ponerlas en circulación otra vez. De hecho, yo empiezo a escribir, y empiezo a escribir "algo" que tiene una enorme tradición (y que de algún modo las vanguardias siempre descalificaron, como corresponde) y que lleva el nombre de “poesía amorosa”. ¿Qué actitud tomar frente a eso? Tenía dos opciones: esperar a que llegara mi momento, dentro de algunos siglos, o escribirla igual. Bueno, decidí lo segundo. Partí de esa necesidad interior, y no exterior. Lo que se pedía era una cosa, y lo que yo necesitaba escribir era otra. Entonces libré esa batalla íntima, y me dije: Voy a escribir lo que yo necesito escribir, y buscaré aliados que me ayuden en eso. Esos aliados fueron voces dispersas o secretas, que de algún modo me siguen acompañando. Como verás, no lo hice solo. Hubo gente al lado mío, no era la voz del solitario enfrentándose al mundo. No. Cada tanto se imponen modas y uno toma, o no, esas imposiciones. Pero se ve que yo tenía una gran necesidad de decir algo. Algunos piensan que esto está mal. Aira, por ejemplo, dice que un poeta es alguien que no tiene nada para decir, pero lo dice muy bellamente. Y está bien, me parece linda esa idea, pero no termina de convencerme. A mí me gustan esos poetas que tienen algo que decir; incluso a pesar de ellos mismos. Algo que si no lo escriben, se mueren. Y yo sentía eso, que si no escribía esos poemas, si no daba con el a-b-c de esos textos, me moría.
De hecho para mí el Coyote, en toda su sencillez, era eso nada más: el a-b-c de lo que iba (si tenía suerte) a escribir, aunque no supiera qué exactamente. Debe ser por eso que los textos son muy transparentes, y a la vez no tanto, porque tienen esa pequeña trampa, esa pequeña elaboración de una máscara a partir de la cual el “yo” (lírico o como se llame) dice lo suyo, y eso no es nada sencillo, después de todo.
P. B. – A mí me parece que lo que vos decías de esta especie de censura, o este manternerse tapado y que vuelve subyacente al discurso amoroso es algo que pasaba bastante, desde hace un buen tiempo. Quiero intentar preguntarte, en este punto, cómo te sentís inscripto vos dentro de lo que se conoce como la poesía de los noventa, que justamente en algún punto tenía tapada esta tensión sentimental.
O. B. – Supongo que en el canon de los noventa, no, no me siento “inscripto”. Muchos de esos poetas tenían (aún tienen) otros postulados estéticos; pero también es cierto que hubieron voces que desarrollaron su escritura desde otro lugar. Con lo cual, tampoco me sentí totalmente solo. Simplemente no puse mi atención ahí. Estaba muy preocupado por descubrir cómo, y qué era, lo que intentaba escribir como para andar peleándome con otras estéticas. Porque además nunca sentí que hubiera un sitio que disputarse. Yo creo que cada uno construye su propio lugar. Y para mí eso representaba una gran tranquilidad, sobre todo porque no tenía que perocuparme por ser el “poeta de los noventa”, o algo así. Entre otras razones, porque no tenía el menor interés (ni la chance, siquiera) de representar a nadie. Ni a una generación y, mucho menos, a una estética determinada.
P. B. – ¿Creés que algunos sí están interesados?
O. B. – Sí; y no los critico por eso. Cada uno entra por donde puede o por donde más le interesa, y eso no implica que no hayan hecho después una obra valiosa. Pero en mí, bueno, se dio así… Además, yo me acerco al medio literario siendo un poquito más grande, había hecho ya mi recorrido en las lejanías, en la provincia y con amigos que estaban totalmente apartados del mundillo literario. Cuando me acerco a la capital, ya estaba totalmente pervertido: tenía mis propias lecturas, mis propios diez o quince libros malos escritos que se los regalaba a mis amigos. Era un monstruito que había hecho su propia biblioteca, sus propias lecturas, y era imposible que se acomodara a un presupuesto estético, porque ya tenía un bagaje de cosas más personales, con todos los errores que eso implica. Hablo particularmente de la estética que empezó en los noventa, que tenía que ver con el objetivismo y con una búsqueda que, de todos modos, tuvo su parte buena pero que, aún así, no me interesaba… Hablar de objetos, de cómo la luz caía sobre una canilla o sobre una manzana… Me parecía que había que estar muy bien y muy tranquilo para poder escribir sobre esas cosas… Igual aprendí, aprendí a no caer en la desmesura, por ejemplo. Pero igual no compré todo, ni me lo creí todo.
Biblioteca personal
P. B. –Mencionaste tu biblioteca personal, y me parece que hay autores que, al menos en cierta medida, han tenido alguna influencia en vos. Habría que nombrar a Goméz Jattin, a Sandro Penna, a Catulo. Esos autores en particular, ¿qué significan para vos?
O. B. – Esos autores vinieron después. De entrada leí como cualquiera, mucha mala literatura. Como quien entra a una selva y a machetazo empieza a descubrir cada tanto algún texto bueno, y después de mucho tiempo se da cuenta. Pero nunca leí porque pensara que a tal autor había que leerlo, eso también lo aprendí de Borges. No leo autores ni porque son importantes ni porque son modernos, lo hago porque me gustan, o no me gustan. Ese fue mi único criterio. Y de hecho, hay autores que son muy prestigiosos, muy importantes, y a mí me dejan totalmente indiferente.
P. B. – ¿Quién por ejemplo?
O. B. – Bueno, Elliot por ejemplo. A mi me deja totalmente indiferente, salvo los Cuatro cuartetos, que es un libro genial y que descubrí de grande, todo lo que tenía que ver con su primera época, en fin, no me interesaba en lo más mínimo. Una salvajada, lo admito. Pero bueno, así leía, y todavía sigo leyendo. Pero más que nada, porque creo que la poesía no tiene tanto que ver con la literatura, que la poesía tiene que ver con otra cosa, con otra serie de saberes que son más complejos; si bien todas nuestras experiencias terminan en un libro, como dice Mallarme. Hay algo que trasciende la literatura en la poesía, hay algo realmente misterioso que ocurre ahí, algo, cómo decirlo, irracional, y que el poeta al dejarse llevar por esa creencia pierde, en cierto sentido, el horizonte. Y ese es el mejor momento, creo… y el más peligroso.
Papeles Blancos: ¿cuál fue el primer libro ó el primer poeta que te impactó?
Osvaldo Bossi: En realidad, yo vengo de una familia en la que no había libros, ninguna relación con la literatura, hasta que a los 17 años descubrí en la casa de mi tía Martha una biblioteca (y que mi tía, en su momento, había escrito poesía ella también) así que empecé a saquear, indiscriminadamente, cada uno de sus libros: Amalia, de José Mármol, La Divina Comedia, pero también poemas de Alfonsina Storni, Whitman, Rubén Darío, Almafuerte y Amado Nervo… Había de todo, y todo era nuevo para mí. Pero antes de eso, escuché un poema leído en voz alta. No recuerdo de quién era ese poema; pienso ahora que pudo haber sido de Gabriela Mistral. No importa. Lo que sí recuerdo es que se trató de una experiencia nueva, a partir de la cual seguramente me dije: “yo quiero escribir algo así”.
P.B.: ¿A qué edad?
O.B.: Eso fue a los 14 años, y hasta ese momento había sido el peor alumno de la escuela, el chico más tímido del mundo, y el más solitario. Sin embargo se había producido ese curioso descubrimiento: la poesía; y si bien eso era chino para mí, yo lo entendía perfectamente. Quiero decir, yo podía entender aquel lenguaje, “el lenguaje de la poesía” y al mismo tiempo, aunque parezca extraño, era incapaz de entender las cosas que me decía cualquiera de mis amigos. De alguna forma, ese descubrimiento me salvó; de lo contrario, me hubiera sentido perdido en un mundo donde no importan las palabras. Ese lenguaje solitario, dirigido a otro solitario, como decía Cernuda.
Al mismo tiempo, yo me enamoro, y lo primero que se me ocurre es comunicar esa experiencia, totalmente incomprensible para mí, y el único lenguaje que conocía, y que podía estar a la altura de lo que me estaba pasando, era el de ese poema que yo había escuchado leer en voz alta. Lo primero que hice, por supuesto, fue escribir poemas para “llamar la atención” de esa persona en particular. Yo era muy ingenuo, no me daba cuenta de que ese era el camino más equivocado para enamorar a nadie. Los poemas de amor no están escritos para que nadie se enamore de uno, sino para que alguien —en el mejor de los casos— se enamore de la poesía, y nada más. Pero bueno, entonces creía que era así, y no dejaba de hacer infinidad de cosas “absurdas” para que esa persona se fijara en mí, como por ejemplo, escribír poemas —libros enteros—, mecanografiarlos, ponerles un título, la consabida dedicatoria, y regalárselo inmediatamente al chico en cuestión. Me enamoraba mucho, así que eran muchos chicos y, por eso mismo, muchos libros de poemas también. Ahí aparece la relación intensa que yo veo entre poesía y amor. Después, como es lógico, aprendí todas los” trucos” que hay que aprender (y olvidar) cuando uno se pone a escribir poesía, aunque en el fondo, muy en el fondo, algo de toda esa ingenuidad sigue subsistiendo. Después de todo, cualquier poema que se precie, refleja una experiencia de amor. Lo mismo ocurriría con toda experiencioa de lectura.
P.B.: Al mismo tiempo, en esa relación, parece subsistir el modelo del Coyote y del Correcaminos, porque en última instancia el lector siempre se te está escapando de las manos.
O.B.: Si, claro, el lector es ese gran otro inalcanzable, que pareciera estar en todas partes y en ninguna. A mí siempre me sorprende cuando alguien se acerca para decirme que tal poema o tal libro le gustó mucho, porque me parece un tanto imposible que pueda pasar algo así. No es que no lo crea, o que no lo desee, sino que me parece sencillamente imposible, y nada más. Y sin embargo… siento que se trata de una experiencia que está más allá de mí, que no depende tanto de mí, y no está mal que así sea. Esos poemas resuelven algo que, por definición, es más contradictorio, y lo resuelven de la mejor manera: estéticamente.
P.B.: También hacés talleres, ¿qué te motiva a hacerlos? Porque imagino que llega un momento en el cual todo eso se debe convertir en algo rutinario, un trabajo.
O.B.: Al contrario. Para mi la gente que escribe poesía son mis amigos, son mis aliados. Sino estuvieran, me sentiría perdido. Es horrible lo que voy a decir, pero desde ese lugar yo me acerco al mundo, entiendo sus coordenadas. Como un observador, un contemplador y de ahí, quizás, venga mi admiración por Sandro Penna, a quien imagino como una suerte de contemplador de la belleza, de una experiencia extremadamente vital, pero que para poder escribirla, necesariamente, se tiene que estar un poco afuera. Y lo mismo pasa con la experiencia amorosa. Quién cae, ya no puede dar cuenta de ella, queda mudo, anonadado, produce balbuceos, gestos ridículos... Los enamorados son ridículos, no hacen frases hermosas.
El poeta que se aventura en la experiencia amorosa está más allá de la experiencia en sí. Como si, en algún punto, lo real terminara de armarse en el instante en que descubre la frase que lo representa. Y si esa frase no llega, bueno, entonces se disuelve. Una especie de castigo divino: o lo vivís, o lo escribís. Todo no es posible. Y al mismo tiempo, no estoy seguro de que sea tan así. También está esa suerte de niño solitario que aparece en mis poemas, y a él no lo puedo engañar. Quiero decir, cuando yo pienso en mí, en mi infancia, en mi adolescencia, pienso que es esa voz, y no otra, lo que sigue viviendo en mi escritura, pese a todo. Wallace Stevens habla de una violencia interior que se protege de una violencia exterior. Creo que funciona así, o al menos en mí funciona de esta forma. . Por algo siento que cada libro nuevo que escribo va a detonar algo o va a derribar algún edificio, aunque después no ocurra nada de eso. Pero tengo la sensación y el deseo de que algo, de ciertos monumentos, caiga para que yo me sienta, cómo decirlo…, un poco más libre.
P.B.:Vos hablás de un chico solo; en tu infancia está ese componente ¿y cuáles otros? ¿qué hay en el mundo de tu infancia?
O.B.: Voy a parecer ridículo pero, a veces creo, sinceramente, que lo que me dio la poesía fueron una suerte de “imperceptibles herramientas” para que ese niño, en algún momento, hablara, diera cuenta de sí, y que al hacerlo —en un movimiento doble— se protegiera del mundo. Todo está hecho a su servicio. Por algo en mi escritura siempre hay una búsqueda de lo luminoso por encima de cualquier otra cosa… En realidad, todo lo que hago es para protegerlo, para que el pueda seguir hablando y escribiendo sus poemas. De hecho, creo que el enamorado es un niño, creo que el poeta es un niño. El enamorado es un tonto y el poeta también. A mi me conmueve esto, por encima de cualquier otro valor intelectual. Aveces, inclusie, soy como un padre que lo protege para que él pueda escribir sus tonterías, como Adoro por ejemplo, que es un gran disparate amoroso. De hecho, creo más en el corazón que en la razón, y creo que los poemas se escriben con el corazón, aunque parezca anacrónico. Ese gran centro metafórico es irracional, es sensible, trabaja desde el lenguaje con su propia ética, desde una cierta idea de las cosas. No es un trabajo de la razón, y por eso lo separo de la literatura.
P.B.: Estableciste una relación entre el niño, el poeta y el enamorado.
O.B.: Si, y voy a cometer otro anacronismo: el niño que estaba encerrado en ese lugar y a quién yo, de algún modo, protejo, no sabía jugar, y yo le enseñé. El poeta le dio permiso para que juegue, y la poesía misma me ayudó a liberarlo de toda solemnidad para que lo que él veía como una “gran tragedia” se convirtiera en un juego o en alguna otra cosa. Ahora podemos hablar tranquilamente los dos, el niño y yo, y a veces creo que aprendimos mucho el uno del otro. Hay un epígrafe que voy a usar para mi próximo libro que se llama Casa de viento, y que dice: “Si esta vida es un gran sueño / ¿para qué atormentarse”? Es el poeta el que aprendió eso, y es una gran liberación para ese chico, porque era un niño muy atormentado dentro de su soledad.
P.B.: ¿Algo de ese tormento y de ese niño que no termina de encajar pueden relacionarse con tus avances en Letras y Psicología? Me cuesta verte encajando con facilidad en el mundo académico, te veo bastante más libre que cierta encuadernación propia de tales ambientes.
O.B.: Es verdad, pero porque soy un autodidacta, un intuitivo. Pero no quiere decir que esto tenga que ser así. Siento que se dio así porque las condiciones se dieron así y, y nada más. No se trató, eso creo, de una elección personal. El gran defecto que acarrea es el de de creer que uno puede hacerlo todo (o casi todo) sin la ayuda de nadie… Pero insisto: no tenía otra alternativa. Así que todo lo aprendí fue a los tumbos, guiado por el solo deseo, y aprendí a escribir poesía escribiendo mucha mala poesía y leyendo mucha mala poesía, también.Tardé más tiempo, fue más lento el trabajo, es cierto, pero no me quejo, es lo que a mí me tocó. De hecho, si un poeta joven me pregunta “¿qué hago? ¿dejo la carrera y me dedico a escribir?”, yo le contesto inmediatamente que no, que estudie su carrera y busque una forma de defenderse en el mundo, y después, o al mismo tiempo, si tiene ganas, que escriba. No cualquiera puede saltar a ese abismo y que las cosas les salgan bien. Que haya escrito poesía, en mi caso, y lo digo en serio, es un verdadero milagro, sin lugar a dudas.
P.B.: ¿Por qué?
O.B.: Porque pertenezco a un medio social en dónde eso no existía, hasta estaba mal visto. No estoy exagerando. Mi papá, quien en realidad se va de mi casa siendo yo muy chico, mientras yo dormía (un día me despierto y ya no está más… Todavía no puedo entender cómo no escuché el ruido de su camión, y ese ruido no me despertó. Entiendo que el sueño me protegió, y de algún modo me sigo quedando dentro de ese sueño porque despertar implicaría darme cuenta que no está más. Eso fue muy fuerte para mí, que alguien se vaya sin ninguna despedida, sin ninguna explicación. El abandono absoluto. ) Pero bueno, volviendo a mi padre, como te decía, además de irse (que es lo mejor que pudo haber hecho, según una de mis tías) era un “cascote”, un machista analfabeto y un arrogante. Trabajaba de botellero, lo que ahora se llama cartonero. No tenía ningún oficio, pero en realidad no le gustaba trabajar, obedecer órdenes ni estar encerrado. Como yo… (risas). Teníamos una casita muy precaria, de madera, con chapas de cartón. Una gran pobreza, y sin embargo… no creo que las cosas se hayan dado de esta forma por casualidad. En fin, pero nadie me quita de la cabeza la idea de que la poesía sea un milagro, al menos para mí.
Supongo que por eso soy religioso. En alguna medida, creo en la poesía como en una religión, como si alguien hubiera dicho -supongamos que Dios-: “este chico no tiene nada, démosle esto a ver qué hace”, y ese “esto” fue el lenguaje, el descubrimiento del lenguaje, como un valor en sí mismo, prodigioso en todo sentido. Y yo creo que me dí cuenta de eso, y al hacerlo descubrí un gran tesoro. Después… Bueno, ¿qué puede importarte que alguien te diga que lo que escribís es malo o, en el mejor de los casos, que no responde a los requerimientos de tu época?
Un caño
P.B.: ¿Qué lectura hacés cuando te califican como un poeta sigiloso como hace un tiempo en ADNCultura?
O.B.: Me divierte porque yo no me siento sigiloso. Soy bastante escandaloso. Me pregunto qué querrán decir con eso del sigilo. Supongo que alguien que no está en el centro de dónde se producen los ruidos, y el movimiento que se produce ahora es una estética, y yo no estoy dentro de esa estética. Sigilosamente estoy trabajando por otro lugar, pero no en el centro de la escena porque no creo que represente a nadie, ni a ninguna generación, y mucho menos a una estética en particular. Finalmente, si alguien se siente reflejado en lo que escribo, quizás sea porque la poesía también se hace cargo de lo más sigiloso, de lo que habla silenciosamente, todos los días, de una manera o de otra, al margen de la Historia.
P.B.: Hablando de tu misma generación, hay gente con la que compartiste en su momento revistas, que se ha abierto a caminos más masivos, como por ejemplo Fabián Casas, que colabora en Un Caño y en la Mano. La pregunta es si a vos, viniendo desde la poesía, en algún momento te interesó encontrar otros rumbos, si se quiere más populares.
O.B.: Yo siento que soy un poco popular también, pero bueno, tenés razón, comparado con la revista Un caño, me temo que soy nada y nadie. (Risas) Hablando en serio: apenas lo conocí a Fabián, a finales de los ochenta, sentí una profunda admiración por él, no sólo por su talento como escritor (su “encanto”) sino por su convencimiento personal, esa especie de megalomanía que tiene, que tenía ya entonces, a lo Genet (autor que, si mal no recuerdo, le fascinaba). Desde ahí, me parece, viene la construcción de ese personaje con el que muchos chicos pueden sentirse identificados sin el menor remordimiento, ya que de alguna forma los representa: chico de barrio, clase media, hincha de un equipo de fútbol, con sus ideas políticas, su banda de rock y su inocencia heterosexual… En cambio yo siempre me moví como un bicho solitario. Desde muy joven mi gran pasión fue la literatura, y mi único vicio fueron (y siguen siendo) los chicos lindos (risas) y eso hace que el ámbito de popularidad se limite un poco, no?
P.B.: Otra vez la idea del sigilo…
O.B.: Puede ser… De todos modos, no me preocupa ser popular o ser “sigiloso”. Eso es algo que no depende tanto de mí. Escribo porque si no lo hago, me muero, y ante eso, no creo que se pueda hacer mucho más. Cuando empecé a escribir Adoro, por ejemplo, tuve esa necesidad y también pensé, como te dije antes, que cuando la leyeran mis amigos me quitarían el saludo, pero ocurrió todo lo contrario: la gente se mostró conmovida ante la historia de Cristian, un pícaro y maravilloso taxi- boy, y Ovi, una especie de alter ego mío, y afortunadamente nadie se escandalizó. No me interesa llamar la atención en ese sentido. En todo caso, prefiero conmover, partiendo de la singular conmoción que me produce poner en palabras mi propio deseo… Tampoco estuve solo. Hubo lecturas, autores, que me acompañaron, y me ayudaron a entender de qué se trataba.
P.B.: Y entre esos autores, ¿a quién tendrías que nombrar?
O.B.: ¿Acá, en Argentina? Bueno, obviamente, a Perlongher, pero también Hermes Villordo. Hacharon el bosque, como dicen que hizo Whitman con la poesía norteamericana. El resto, bueno, no digo que sea más fácil, pero los obstáculos se han reducido notablemente… Pero también Jean Genet y Cernuda y tantos otros, que vivieron y pensaron y escribieron sobre el tema. Aunque quisiera aclararlo, no soy un militante, no al menos en el sentido convencional de palabra… Aunque no sé, quién sabe…
P.B.: Respecto a la militancia en torno a la homosexualidad, que es cada vez mayor, y hablando de algo quizás más cotidiano, ahora que se intenta avanzar por ejemplo en torno al matrimonio gay, ¿a vos te interesa ese tipo de militancia?
O.B.: Me parece importante, pero nunca se me dio la necesidad de una militancia política, en términos estrictos, Lo que se busca a través esa ley, en relación al matrimonio gay, es el reconocimiento de un derecho, y en ese sentido, estoy completamente de acuerdo. Ojalá se dé. Creo que nos haría muchísimo bien a todos… El único problema es que no creo en el “matrimonio”, no al menos como lo conocemos hasta ahora… Pero esas son cuestiones personales, y dada la importancia del tema, estas singularidades no vienen al caso. Pero tengo ideas claras en relación a la política, y no creo que sea casual que todo eso esté ocurriendo precisamente ahora, junto con todos los cambios que en materia social se están dando en nuestro país. Un momento, si se quiere, revolucionario, y con nuestra presidenta como un emblema –a mi entender, indiscutible– de esos cambios, de esa revolución.
P.B.: ¿Lees poetas contemporáneos?
O.B.: Yo leo mucho de la poesía que se escribe, no soy de los que dicen que habiendo tantas cosas interesantes para leer, para qué perder el tiempo leyendo a los contemporáneos. Además, si no lo hiciera, siento que me perdería en el espacio y en el tiempo. Además, tengo poetas amigos que son muy buenos, como Paula Jiménez o Walter Cassara, a quienes leo y con quienes converso casi a diario de poesía. Y si me apurás un poco, te diré que me gustan las cosas que escribe de un poeta muy joven, entre otros por supuesto, pero este particularmente, que se llama Mariano Blatt… No sé, pero me acuerdo que cuando lo escuché leer pensé inmediatamente: cómo me gustaría escribir así… Pero ya es tarde, soy un señor grande, y un poco melancólico (no desde ahora, sino desde que tengo más o menos 10 años) y aunque nuestras miradas (hablo de la mirada amorosa) se aproximan, nuestras escrituras se mueven en direcciones diferentes… Pero bueno, por suerte puedo leerlo y eso es una experiencia maravillosa.
P.B. Hablando del mundo, o mejor dicho, de cosas mundanas, ¿cómo te llevas con el mundillo literario?
OB: Como te dije antes, los poetas son mis mejores amigos. Sobre todo, cuando no los conozco personalmente (Risas. ) Algunos me dicen, y supongo que hay muchos ejemplos que lo corroboran, que el medio literario es hostil, pero yo no lo siento así. Y si fue hostil conmigo, presté más atención a todos aquellos que se comportaron de manera infinitamente generosos conmigo, y que te aseguro, fueron legión… El resto es un juego de niños disputándose una porción de torta inexistente. No sé, no hay que engancharse con eso. Cada poeta —si tiene suerte— construye sus propios lectores, y no a la inversa. En este momento, por ejemplo, alguien puede estar preguntándose quién será el nuevo poeta de esta generación…. Y si yo fueran joven, creeme, no me disputaría ese lugar. Porque en el caso de ser el “elegido” ¿ cómo se hace para seguir escribiendo con esa responsabilidad, con ese peso? Mejor escribir como si nadie fuera a leerlo a uno, y uno encontrara, en el sólo ejercicio de escribir un poema, una felicidad y una compensación.
P.B: El “tener calle” que mencionás como requisito para desarrollar una poética generacionalmente va cambiando. Vos que estás en contacto con gente joven, que tal vez recién se inicia en la poesía, que experiencias y lenguajes particulares notás que se filtran? Notás un quiebre con respecto a lo que vos viviste?
O.B: Sí, por eso me siento tan anacrónico cuando leo los textos de los chicos más jóvenes, porque es una experiencia totalmente distinta. Primero, es una experiencia con la inmediatez, pero con la inmediatez plana. Y esto lo asocio a su relación con la tecnología y cómo esto los separa de la experiencia real. Parece que todo lo viesen a través de un monitor y eso genera un extraño distanciamiento. Pero tampoco quisiera generalizar. Hablo de lo que se ha hecho más visible, simplemente. Como si faltara interés por la palabra escrita, por las lecturas, y la materialidad que esta experiencia acarrea, pero no sé, estoy pensando en voz alta... El tiempo lo dirá. De todos modos, prefiero eso a la defensa incondicional del soneto como forma “superior”.
P.B.: Última pregunta para ir cerrando, nuestro ciclo se llama “Papeles Blancos”. ¿Qué te surge a partir de estas dos palabras?
O.B.: La primero que pienso es la de la “página en blanco”, y el horror y la atracción que esa blancura nos inspira. Pero también en un espacio de inocencia, en la idea, un poco boba, de que cada vez que uno se sienta a escribir un poema empieza de nuevo. No importa todo lo que haya leído y todo lo que haya escrito. Como si la poesía empezara en ese momento. No sé, pero es eso lo que más me entusiasma de escribir poesía. Esa ilusión que nos dice, aunque objetivamente parezca imposible, que uno puede olvidarse de todo y escribir poesía otra vez.
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