El ruido de los ríos, de Andrés Lewin
(En el aura del Sauce. 2011)
Según el escritor Eduardo Galeano, quién escribe lo hace para reunir sus retazos. Durante nuestra infancia, la iglesia, la familia y la escuela nos enseñan a divorciar el alma del cuerpo, y también, la razón del corazón. Frente a esto, Galeano nos recuerda a unos pescadores de la costa colombiana quienes, al parecer, inventaron la palabra sentipensante. Esta palabra busca nombrar la verdad completa. El ruido de los ríos bien podría formar parte de este dialecto mítico que soñaron los pescadores colombianos, porque abreva en una forma sentipensante de percibir el mundo. Como dice el epígrafe de Yupanqui, al inicio del libro: lo que adentra la cabeza / de la cabeza se va / lo que adentra el corazón / se queda y no se va más.
Andrés Lewin nació en Buenos Aires en 1978, y éste es su primer libro. Desde El ruido de los ríos, a partir de su título incluso, podemos pensar que la figura del poeta asume la máscara de un pescador. Se trata, creo, de un pescador tranquilo, sentado a la vera de su propio afluente emocional y en plena celebración; lo que hacemos al leerlo es escuchar su silbido, su canción atónita. ¿Y qué celebra ese ruido? No quiere alabar lo excelso sino más bien lo incompleto, un modo de ser imperfecto que tiene -si observamos con atención- todo lo que realmente existe; en El ruido lo imperfecto emerge con parsimonia, refulgente en su pequeñez, como en estos versos del poema “El artesano”:
Ángel estrella
se rasca la espalda.
Le duelen
las cicatrices heredadas
resabios
de un legado de derrotas.
No se resigna
Escapa.
Como toda estrella
se sabe sólo un punto
pequeño
muy pequeño.
Pero el brillo
esa es su revancha.
A partir del cauce que van configurando los versos, es posible escuchar el rumor de un continuo anhelo: una sed de reconciliación. Hay brillo, y también revancha: el yo lírico aparece como una voz pausada, eminentemente oral, que desea redimir de su nimiedad a los curiosos personajes para quienes canta sus poemas. Y llega, en esta especie de búsqueda inmóvil, en esta pesca de personajes y redenciones, a gestar un pueblo entero, un pueblo con Tadeos y con Aúnesposible, con Trankipankis y Jacintos, con Ángeles Estrellas, amparados bajo el aura de su eco indulgente.
Hay quien busca en un río la compasión y la compañía de un espejo. De alguna forma, en El ruido de los ríos los personajes que el autor rescata se asemejan también a ciertos lectores de poesía, o mejor aún, a cierto modo de acercarse al género: la poesía para quien la lee como el amparo del eco indulgente. Aunque sea terrible el subject, como por ejemplo en el drama y los chirriantes estertores de ese artefacto imposible que es la familia, a la manera de Sharon Olds, ó incluso en los poemas malditos de Lautremont; los leemos -entre otras cuestiones- porque nos sentimos menos solos. Cierto modo de acercarse a la poesía me hace acordar a las voces de este libro, y también a aquel capítulo de Band of Brothers: we stay alone together.
También, podemos pensar El ruido como una imagen. Habría que imaginar en primera instancia un cuaderno, un viejo cuaderno de notas. En él, Figuras, paisajes de libreta personal, reunidas un poco azarosamente, dibujadas a los fines de un rescate emotivo. Escribo esto y me viene en mente Ricoeur, cuando hablaba de Lo Dicho en el decir. Ricouer sugería una forma de la memoria, que es también una forma de escritura: como si todo lo que ocurriese alrededor nuestro no hiciera más que desbordarnos, una y otra vez, y nosotros, de ese enorme continuum que nos supera -cada cosa que vemos ó escuchamos, incluso las más superfluas: el decir, incesante- no pudiésemos sino elegir algunos pocos fragmentos, que aparecen resaltados, fluorescentes en nuestra memoria, justamente Lo Dicho del decir. El ruido son esos fragmentos dispuestos en clave poética y a la vez la chance de espiar ese cuaderno de bosquejos, de imágenes garabateadas. En este caso en particular, lo que para otros puede ser un mero ruido, una nimiedad más o menos insignificante, en El ruido surge en cambio celebrado y enaltecido, ocupando el centro de la escena. Como si nadie se ocupase de esos personajes, esas voces que el libro bosqueja y protege del olvido. El libro remixa la selección cotidiana, que suele excluir a los Jacintos y Tadeos.
En definitiva y a la larga, en El ruido de los ríos un pescador se revela como un oculto demiurgo. A la vera de cada poema, el poeta deviene un creador de voces en la orilla, como en aquel verso de Gómez Jattim: Soy un dios en mi pueblo y mi valle / no porque me adoren sino porque yo lo hago. Si el poeta es un pescador, y el pescador un pequeño y piadoso dios, digamos a su vez que este río de los ruidos es una demorada travesía sonora que recorre y nombra a su paso un modo de dibujar y de escuchar, un particular modo de percibir nuestra América Latina.
Patricio Foglia
Reseña aparecida en la recomendable revista virtual "NO RETORNABLE" (http://www.no-retornable.com.ar/v11/nuevo/foglia.html)
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