El pasado 25 de Mayo, algunos afortunados fuimos testigos de la presentación "sorpresa" del libro "La administración del fuego", del poeta Jorge Nuñez.
En una emotiva presentación, se leyeron los siguientes textos alusivos al recomendable libro "La administración del fuego":
La administración del
fuego
No
hace falta llevar la cuenta. En estas setenta y siete páginas, la palabra ‘noche’
aparece varias veces, muchas veces, lo cual sin interpretar demasiado nos empuja
a hablar de un libro nocturno. ¿Y de
qué noche se trata? ¿De la simple franja horaria que media entre un día y otro
día? ¿De la noche vacía y constante del hiperespacio? ¿La verdadera noche
oscura del alma, donde, según Fitzgerald, son siempre las tres en punto de la
mañana?
Tendrán
que disculparme. Se me metió en la cabeza. No puedo dejar de ver en los poemas
de Jorge Núñez una escritura que habla de la escritura, del acto mismo de
escribir, de estar escribiendo, pasar un rato con la
conciencia agazapada, frotando el lenguaje contra la realidad o contra sí mismo
hasta sacarle alguna chispa. Oigo una voz que parece hablar de la noche como si
ésta fuera suya, y creo que efectivamente lo es: la noche del poeta, noche
privada, construida por él mismo a base de una espera... delicadísima. Así por
lo menos leo yo uno de los poemas que abren el libro:
de
murciélagos
que
se hacen los muertos
para
vivir
aprendí
a esperar
a
ver qué decide
sobre
mí la noche
quieto
tendido
como
la empuñadura de un arma
Estado
de atención (alguien escucha los ruidos de una casa vacía), de alerta minuciosa
que exige ante todo quietud y silencio, otras dos palabritas que reaparecen a
lo largo de estas páginas. Por otro lado, habla una voz. ¿De qué clase? Tal vez
sea parsimoniosa,
contenida, por momentos cavernosa y terrible, pero no nos olvidemos: es una voz
en éxtasis, fascinada y espantada por su descubrimiento: el estado de
escritura, una actividad que es también un lugar (pero fuera del espacio) y es
también un tiempo (pero fuera del horario). Está fascinada por su propia
capacidad de ejercer la paciencia. Está espantada como un chico que vuela de
fiebre por primera vez y piensa “esto también soy yo”. Y para colmo está solo, solo,
solo, sin grupos de gente alrededor y ni siquiera el recuerdo de una compañía, porque
esta condición, para el poeta, es indispensable en su calidad de esperador. Es
que no basta quedarse solo para alcanzar la soledad. A la soledad hay que
perfeccionarla. Apretarse en un nicho donde quepa una sola conciencia. Esta
carta de Rilke podría haberla escrito Jorge: “hace semanas que no pronuncio una palabra; al fin,
mi soledad se cierra, y estoy en el trabajo como el carozo en el fruto”.
Los poemas de Jorge tienen
para mí una virtud alucinante: dan ganas de ponerse a escribir. No para pedirle
prestado un tema o copiarle una fórmula, sino porque acercarse su libro a la nariz
es ya sintonizar con ese, llamémoslo así, estado
nocturno que propone, y que no es sino un estado de atención receptiva a
los menores movimientos del espíritu. Leemos, y ya estamos a un paso de estar
escribiendo nosotros. Con el libro de Jorge en una mano y un lápiz en la otra nos
volvemos ese francotirador del poema Las armas, aquél que tiende frente a sí un
reguero de silencio y se dedica a esperar, insomne. (Habría que inventar el
cuaderno y el lápiz que permiten escribir bajo el agua, para aquellos que
únicamente bajo la ducha se admiten solos.) ¡Quién hubiera pensado que una
espera podía cultivarse tanto! Es que tal vez haya palabras que aprendimos de
niños y en las que aún se puede, aún hoy, descubrir un nuevo pliegue. ¿Hasta
dónde puede significar una palabra? Esperar... esperar... esperar. Según Kafka,
por la impaciencia perdimos el Paraíso, y por la impaciencia es que no volvemos
a él. ¿Andará por ahí la ambición de Jorge y de todos los escritores que aguantan
sin parpadear? ¿Recuperar algunas gotas del rocío del Edén? ¿Qué revelaciones
traerá la noche? En el poema Otro incendio se dice esto: “llegar a ver entre
rendijas / (una sola vez y para siempre) / la luz inescrita que se reduce a
cero.”
Y parece que algo vio.
Las secciones cuarta y quinta (Esquirlas y Corazonadas) son las más luminosas
del libro. Antes, el poeta se vistió de minero, de marinero y de soldado,
acostumbró sus ojos a la oscuridad y sus oídos al silencio, bajó a regiones
subterráneas y se internó en montañas de basura. Ahora vuelve atiborrado de
hallazgos, pepitas de belleza que hacen guiños sin que nadie las mueva. Y si no
miren, miren este árbol que es y no es de este planeta:
recuerdo un árbol
recortado en el
horizonte
y con estruendo su copa
desintegrarse en el
vuelo
de cientos de pájaros
espantados
fue la primera vez que
vi
a un espíritu abandonar
su cuerpo
Veinticuatro quilates
de belleza, tan pura y concentrada que hasta una coma o una mayúscula podrían
estropearla. Objetos de este mundo, pero vistos por dos ojos acostumbrados a la
oscuridad de otro. ¿Se puede volver a ver un colibrí de la misma manera,
después de haber sido invitados a verlo desde la óptica de Jorge Núñez? Pienso
que estas dos secciones del libro bien podrían subtitularse como algunos de sus
versos. Por ejemplo: “El sol a veces nos ilumina” o “Buscadores de tesoros” o “Fascinados
por el destello” o “Todos incandescentes”. En general, son poemas
celebratorios, donde se hace patente la afinidad de Jorge con su amigo Osvaldo
Bossi, maestro en detectar la fragilidad de la belleza y la belleza de la
fragilidad.
Observo en el poemario un
movimiento que va de la oscuridad hacia la luz, no en términos anímicos o
morales, sino en la lógica de un proceso. Primeramente el poeta se acomoda, nos
da cuenta de un sitio que lo deja perplejo y describe también esa perplejidad.
Luego, la belleza. Todos partimos de un punto único hace miles de millones de
años; la mirada ultraperceptiva advierte hoy los vestigios de aquella gran explosión
(de allí las “esquirlas” del título). Pero da gusto volver atrás, releer las
páginas “oscuras” donde el poeta está probando, excavando, zarpando al vacío,
atento a lo que quiera traer la noche de altamar que él mismo invocó. A veces
también invoca tormentas, y remolinos, y naufragios. Sobre esa experiencia
extrema habla el poema Bitácora: “sobreviví con lo que tenía a mano / mi idea
fue verter en la botella el mar”. En la botella el mar... ¿No es ésta una
descripción perfecta del hermoso fracaso de toda escritura?
Diego Materyn
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El relámpago que huye
Sobre La administración del fuego de Jorge Núñez
Estos poemas imaginan un
espacio anterior a la música y al silencio, una arquitectura tallada a mano, en
donde cada objeto que se nombra es inmediatamente velado, como si un ciego quisiera
descubrirlo estirándose el párpado, y sin embargo lo único que hay son
fragmentos de sombras que se deslizan y huyen. En estos poemas, la experiencia
de lectura, se trastoca y se convierte, en un viaje donde se atraviesan largas
distancias a una gran velocidad. Quizá se podría decir que los textos están
cubiertos por una capa de hermetismo, pero cuando se desgrana cada poema en una
relectura, lo que se advierte es una condensación de sentido maravillosa que
elude el significado y sin embargo, lo apuntala. Por eso en uno de los primeros
poemas dice: “quieto tendido / como la
empuñadora de un arma”. En la estética que propone Jorge Núñez en La administración del fuego, hay un extraño
equilibrio entre tensión y reposo que desemboca en algo que es difícil de
atisbar. Quizá pueda ayudarnos a iluminar estos poemas y alejarlos de la
oscuridad, aquello que dijo Pedro Salinas: “La poesía se explica sola; sino no
se explica. Todo comentario a una poesía se refiere a los elementos
circundantes a ella, estilo, lenguaje, sentimientos, aspiración, pero no a la
poesía misma. La poesía es una aventura hacia lo absoluto”.
Con un tono seco y agudo que
tiene reminiscencias de impresiones de viaje, Jorge Nuñez construye poemas en
cuyos pequeños universos se revelan aquellas imágenes que después de un tiempo
de estar atesoradas en la memoria, vuelven a emerger para ocultar su
significado, y poner en primer plano la imposibilidad de decir. Así en Lejos, dice: “no creí llegar nunca / a nada tan callado / ni que alguna forma de su
herrumbe / me dijera decilo”. De este modo, estamos ante los límites que
impone la inmersión en el lenguaje, por eso las imágenes en este libro
relampaguean en el aire y a veces es díficil asociarlas a alguna acción
narrativa, porque ésta, casi siempre está diluida por la fotografía que estalla
en un primer plano. Hay un poema que tal vez ilustre lo que estoy diciendo: “está probado / que la luz y el sonido se
distancian / a medida que atraviesan el aire / algo parecido pasa / cuando
huimos por el estruendo / y nos quedamos atrás / fascinados por el destello”.
Los poemas emanan una luz que se apaga apenas intentamos capturarla con el ojo,
o quizá sea lo contrario, que el brillo que resplandece en los textos, haga del
ojo un lugar enceguecido.
En este libro, la poética
está ligada a una economía de la tala, como si buscara despojar a los poemas de
cualquier elemento que no constituya su centro. Hay un extraño virtuosismo de
la escasez, y de este modo, cada palabra adquiere una relevancia extraordinaria
en una estructura que se tensiona y, a medida que se desmenuzan los versos, revela una música muy personal. Así en Las hormigas, se lee: “en épocas de poda / la ciudad se cubre con
la sombra / de los edificios más altos / abajo las hormigas / se agolpan en
caminos estrechos / fervientes unas sobre otras / corren detrás de incontables
mercancías / mientras tanto los árboles / se repliegan como discretos invitados
/ llevándose a las profundidas / lo mejor de nuestra primavera”. Acá, como
en otros poemas del libro que son antológicos, se presenta un paisaje urbano,
pero la mirada se posa en cada objeto como una máquina de registrar analogías,
y así se despliega una imagen tras otra, hasta confluir en ese misterioro
repligue final, donde también se acaba el poema, ya que todo ha sido, en un
movimiento doble, arrasado y guardado.
A lo largo de casi todo el
libro hay una percepción muy personal del detalle, algo así como si la tarea
del poeta fuera descubrir los secretos efímeros que duran apenas unos segundos
en la naturaleza, pero a diferencia de ésta, en la poesía, afortunadamente, el
tiempo puede suspenderse, extenderse en una continuidad, y hacer de esa
pequeñez, un universo formidable. De este manera, surge un modo de mirar cuya
finalidad es detener aquello que huye. La quinta parte del libro comienza con
un poema titulado Colibrí, lo cito: “lo dulce en el fondo / de la flor / no tiene
desperdicio / pero llegar con una mínima lengua / aprovechar toda la
oportunidad / el cáliz / sin tocar los pétalos / a duras penas alcanza / para
reponer lo que se pierde / en el esfuerzo de mantenerse / en vilo / ese pico
curvado no sabe cantar / no dice lo que arriesga / en su lucha aérea / ni
explica qué lo sostiene / más allá de sus alas / todas esas cosas suspendidas /
sobre la tierra / su denodada belleza / debatiéndose por permanecer”. En
este poema los versos demoran la escena, la estiran, la vuelven infinita, como
si se intentara distorsionar la fugacidad de un hecho breve y hacer de él, una
larga película, porque es como si quisiera decir que la duración de un instante
no depende del tiempo de los relojes, sino de la intensidad de la impresión y
del vínculo que tengamos con ella.
Los poemas de este libro están
construidos a partir del contrapunto maravilloso entre una sintaxis cristalina
y de versos generalmente breves, junto a un hermetismo que por instantes se
rompe y relampaguea, y prodiga la luz donde refulge el sentido apenas un
momento, para después apagarse en la espesa oscuridad que los hace retonar al
misterio.
Juan Pablo Bonino
Más sobre el autor: www.jorgenunez.com.ar
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