Bajo una pequeña estrella
Que me disculpe la coincidencia por llamarla necesidad.
Que me disculpe la necesidad, si a pesar de ello me equivoco.
Que no se enoje la felicidad por considerarla mía.
Que me olviden los muertos que apenas si brillan en la memoria.
Que me disculpe el tiempo por el mucho mundo pasado
por alto a cada segundo.
Que me disculpe mi viejo amor por considerar al nuevo
el primero.
Perdonadme, guerras lejanas, por traer flores a casa.
Perdonadme, heridas abiertas, por pincharme en el dedo.
Que me disculpen los que claman desde el abismo el disco
de un minué.
Que me disculpe la gente en las estaciones por el sueño
a las cinco de la mañana.
Perdóname, esperanza acosada, por reírme a veces.
Perdonadme, desiertos, por no correr con una cuchara de agua.
Y tú, gavilán, hace años el mismo, en esta misma jaula,
inmóvil mirando fijamente el mismo punto siempre,
absuélveme, aunque fueras un ave disecada.
Que me disculpe el árbol talado por las cuatro patas de la mesa.
Que me disculpen las grandes preguntas por las pequeñas
respuestas.
Verdad, no me prestes demasiada atención.
Solemnidad, sé magnánima conmigo.
Soporta, misterio de la existencia, que arranque hilos de tu cola.
No me acuses, alma, de poseerte pocas veces.
Que me perdone todo por no poder estar en todas partes.
Que me perdonen todos por no saber ser cada uno de ellos,
cada una de ellas.
Sé que mientras viva nada me justifica
porque yo misma me lo impido.
Habla, no me tomes a mal que tome prestadas palabras patéticas
y que me esfuerce después para que parezcan ligeras.
Cuando recibió el Premio Nobel, Wislawa Szymborska dijo que tenía dos palabras en altísima estima, esas palabras eran “no sé”. Y no sorprende: quien haya leído su obra ha encontrado irremisiblemente ligadas grandeza y humildad. Si Isaac Newton no hubiera dicho “no sé” la manzana no caía ante sus ojos, dijo en aquel discurso de 1996, y si su compatriota Marie Curie tampoco las hubiera pronunciado no habría pasado de ser una profesora de química.
En el gran salón de Estocolmo, esta poeta polaca nacida en 1923 en un incierto lugar de Polonia cercano a Poznan, se mostró como uno de esos maestros que, al estilo Juddu Krishnamurti, aparecen para señalar que sólo una mirada atenta y asombrada nos salva del agobio de la existencia. En “Nada dos veces”, un poema que rápidamente se volvió popular en su país, Wislawa dijo: “Nada sucede dos veces/ ni sucederá, y por eso/ sin experiencia nacemos/ sin rutina moriremos”. Estos mismos versos podrían ser considerados no sólo una filosofía de vida sino también un ars poética, posible definición de lo que para ella ha sido la poesía: un acto de descubrimiento y revelación, y jamás el gastado ejercicio de una técnica. En aquel discurso de recepción del Nobel, que Szymborska llamó “El poeta y el mundo”, interpeló al autor del Eclesiastés: “‘Nada nuevo bajo el sol’, dijiste. Pero si tú mismo naciste nuevo bajo el sol. Y tu poema también es nuevo bajo el sol porque nadie lo escribió antes que tú. Y nuevos bajo el sol son todos los lectores, porque quienes vivieron antes que tú está claro que no pudieron leerlo. Tampoco el ciprés bajo cuya sombra te sentaste crece aquí desde el principio de los tiempos”. Szymborska no se cansa de reivindicar, a lo largo de su obra, esta autonomía de los acontecimientos, esta independencia de cada instante en el tiempo, y al hacerlo trasluce su gran sentido de la libertad. Ningún fragmento, ningún ser, cae en la bolsa del mito y la generalidad, cada uno cobra su propia dimensión y pone en cuestión el papel que la cultura o la historia les ha hecho jugar. En el poema “La mujer de Lot”, del maravilloso libro El gran número, Szymborska enumera las mil razones por las cuales este personaje bíblico miró hacia atrás, pese a que Jehová le advirtiera que de hacerlo quedaría petrificada: “Miré atrás de pena por la fuente de plata –dice–, por descuido, mientras ataba la correa de mi sandalia. / Para no mirar más el cogote justo/ de mi esposo, Lot./ Por la súbita certeza de que, si yo muriera / él ni siquiera se habría detenido”. En los versos del poema “Fin y principio”, que da nombre a su libro publicado en 1993, Wislawa pone el ojo no en la guerra sino en el horror del día siguiente: “Después de cada guerra/ alguien tiene que limpiar./ No se van a ordenar solas las cosas,/ digo yo.// Alguien debe echar los escombros/ a la cuneta/ para que puedan pasar/ los carros llenos de cadáveres”. El inmediato después, ese post que la historia no contempla y que queda excluido de un imaginario colectivo siempre hechizado por las grandes escenas, es lo que Wislawa Szymborska ha sabido mirar. Y es a partir de este descentramiento de la percepción común que ella ha compuesto la mayoría de sus poemas. A su vez, este corrimiento perceptivo deja paso a la posibilidad de una realidad paralela como en el poema “Amor a primera vista”, en el que los amantes, antes de conocerse, han sido atravesados por los mismos hechos –ínfimos– del destino.
Versos altamente filosóficos, sí, pero desde su concepción la filosofía no es un alto estudio sino una capacidad que tiene cualquier persona capaz de experimentar asombro ante la existencia y hacerse preguntas. Su cara de anciana buena parece coincidir con el espíritu de sus versos justos, sabios, impecables. Haber escrito que las nubes no necesitan ser vistas para poder pasar o comenzar un poema diciendo “Morir, eso no se le hace a un gato”, son dos de las razones por las cuales quienes la hemos leído sentimos haber llegado a quererla.
Tenía 88 años. Murió mientras dormía, una noche en Cracovia.
Paula Jimenez
Articulo publicado en suplemento LAS12 del diario Página12 ( http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/las12/13-7057-2012-02-10.htmll )