
último Bueno Zaire!
Leen
Andrés Lewin
Martín Vázquez Grillé
Tom Maver
Osvaldo Bossi
+ Bedji
+ El viaje de Galen
LA RATONERA CULTURAL
Perón 1422
Miércoles 27 -19.30 hs.
Entrada libre!
El ruido de los míos
Mientras leía el libro de Andrés Lewin, pensaba que para oír el ruido de los ríos, primero hay que acercarse.
Hay que acercarse a ese lugar de donde viene el ruido acompasado, la voz de estos poemas. Digo esto por dos motivos. Por un lado, porque en este libro el tema del acercamiento está trabajado una y otra vez. Y por otro lado, porque esta misma presentación, esta reunión de Andrés Lewin con todos nosotros, es también, evidentemente, una manera de acercarse muy particular.
No puedo dejar de pensar que ésta es una doble presentación. Se presenta El ruido de los ríos, pero también, tan importante como el libro, y sobre todo por ser su primer libro, el Andrés que muchos de ustedes conocen como amigo, conocido, o familiar, hoy se presenta como escritor, como poeta. Y esto, créanme, no es poca cosa. Me honra ser parte de esta suerte de transformación, ver cómo, para muchos de nosotros, Andrelo va a ser de golpe Andrés Lewin, autor de un libro de poemas.
Un libro donde el tema del acercamiento es recurrente. Como en la ilustración de la tapa, creo que hay una gran horizontalidad en el libro, una mirada que intenta traerlo todo junto. Por ejemplo: vemos a personajes del campo acercarse a la ciudad y plantar su mirada extrañada, oímos una gran cantidad de diálogos entre personajes familiares, kiosqueros, cartoneros, en lugares también reconocibles, una voz que se hermana con los personajes, como si dijera: “Éste es el ruido de los míos”. También hay una aproximación a las tradiciones orales (de hecho, ésta es una poesía muy hablada, para ser oída o, en todo caso, para leer con el oído), y tiene un detallismo que hace que lo que a primera vista pueda ser marginal sea traído al centro de la atención.
Pero sobre todo hay, más que un acercamiento, la búsqueda de un lugar de refugio. Hay una frase citada en el libro que me parece que ilumina bastante lo que quiero decir, es del anarquista Simón Radowitzky y dice: “Yo integro, pese al encierro, la familia proletaria”. Acabo de hablar de refugio y sin embargo esta cita habla de encierro. No creo que sea una incoherencia. Son las dos caras de un mismo modo de concebir la poesía. Y su fuerza radica en ese pese a, pese al encierro la comunión se logra.
En El ruido de los ríos, y enfatizo el plural, hay muchas voces que se entrelazan para formar el tejido de estos poemas por donde se filtra a un tiempo lo íntimo, la conversación con uno mismo, la silenciosa reflexión, y la preocupación por el otro, la mirada social, abarcativa, (“Mi tradición / es la del hombre que se sienta a mi lado”), poemas barriales y otros de tema más latinoamericano, como si el foco se acercara y luego alejara, podemos ver tanto al Che o a Riquelme como a Tadeo Benítez, kiosquero. Digamos, si la marginalidad es una especie de encierro, estos personajes, pese a su condición, o potenciados por ella, saltan esa barrera y oímos su voz refugiada –y expuesta- en los poemas. Ese es el privilegio de esta mirada, y también su riesgo.
De alguna manera, la poesía de Andrés capta algo de lo evanescente, de los saludos al pasar, de las preguntas que nos hacen ruido al movernos del campo a la ciudad, algo del calor, de la música de la conversación, algo de todo eso lo capta la poesía y quedan los poemas. Se escribe en el encierro de la soledad pero se logra que se plasme un rumor vivo, anhelante, cadencioso que no está exento del placer, es decir, de cierto divague, de cierta pérdida de tiempo o, en todo caso, ese saber tomarse su tiempo para mirar, para decir lo que uno ve, cosas no bienvenidas en la vida cotidiana, regida por otros tiempos y pautas. Por eso, por más que leamos cosas que nos puedan parecer muy cercanas y familiares, no hay que dejar de prestar atención al trabajo de fondo que hace de esto algo que escapa a lo cotidiano por ser de otro orden, y que, en definitiva, hace que esto no sean crónicas sino poemas.
Dentro de la marginalidad de la poesía en el mercado editorial y dentro de la marginalidad de la literatura respecto del mercado global, hoy podemos celebrar esta nueva voz que nos dice:
Yo sí tengo algo para decirle al mundo
no sé muy bien qué es
ni si existen las palabras adecuadas
pero alguien tiene que hacerlo
esto se cae, se cae
Sé que hablé de algo así como una horizontalidad, pero ¿ven? este movimiento vertical aparece a cada rato, como un trastabilleo seguro, un saber tropezarse y deleitarse en la demora de la caída.
Como para terminar, en uno de sus textos, Saer dice que “… la poesía no es río majestuoso y fértil sino una piedra firme en medio de la corriente que se deja pulir por el agua”. Por un momento se me ocurrió pensar que El ruido de los ríos podía ser ese, el del agua raspando, tocando, acariciando las piedras invisibles, esa dura maravilla al fondo de las cosas, el sonido de un trabajo perfecto y continuo.
Empecé diciendo que para oír el ruido hay, primero, que acercarse. Fui demasiado medido. Nosotros nos hemos acercado y llegamos a la orilla. Ahora les pido que, como un buscador de tesoros, como un cartonero, hundan sus manos en el agua, como dice Andrés
porque seguro en el fondo
muy al fondo
algún silencio encontraremos.
A lo mejor el lugar donde el silencio de la piedra que se deja pulir y el ruido de los ríos, coincide.
Tomás Maver
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¿Qué fuiste a ver?
Tu casa yace
olvidada entre higueras
al borde de un camino.
Nadie recuerda tu paso por allí;
la red fugaz que teje el tiempo
te apresó en el vacío.
Yo mismo me preguntaba: ¿qué acabo de ver? ¿El poema como un encierro luminoso, una inaccesibilidad juguetona, un lugar donde nunca estuve, acabo de sentir una nostalgia que no me pertenece? Quizá parte de la tarea poética consista en eso: en que nos lleven a un lugar extraño y nos dejen unos momentos ahí hasta que, finalmente, reconozcamos cosas nuestras también, cosas que no existieron en nuestra vida pero que siempre –nos parece ahora- estuvieron ahí. Y de pronto estamos donde nunca estuvimos sin siquiera habernos movido –aunque sí conmovido-, y podríamos decir: Alcanzaré el último confín, y seguiré en la palma de su mano. Así nos gobierna la corriente quieta de estos poemas turbulentos.
Una antología también es una relectura, un trabajo sobre lo mismo que cambia. Porque al tiempo que se vuelve al antiguo poema y se siente que algo se perdió desde el momento de su escritura, también se tiene la oportunidad de volver siempre a ellos como por primera vez: los poemas quedan siempre insaciables, siempre vírgenes. Y aún intocados, al ponerse en relación con otros de otra época, vuelven a cambiar su sentido. Una antología es un reordenamiento y un recorte. Recordar y recortar trabajan juntos enhebrando una suerte de totalidad que, como la de la memoria, es parcial pero puede llegar a lugares de mayor inquietud y poner en relación algo que con los ojos del presente era imposible de ver.
Quizá eso sea la nostalgia. Volver al pasado y luego volver al presente. Hay algo de reconocimiento, de extrañeza, de pequeños desgarramientos y ensoñación; y hay algo de pérdida pero sobre todo de rescate. Si no, escuchen:
Pero algo queda todavía por decir
siempre queda algo, algún pertrecho
un último detritus en la lengua,
algún pájaro que allí rehíla, ciertas
imágenes que adoro y no conozco.
Pienso que quizá este libro tenga una trampa. Una trampa en la que espero que todos caigan. Porque la nostalgia relaciona el pasado con el dolor del presente. Y de hecho hay un tono deceptivo en la antología (del cual la ironía trata, por momentos, de distanciarse). Pero no nos engañemos, ya nos lo enseñó, entre tantos otros, Carver: escribir es una tarea de transfiguración, donde el material se transforma sin importar el tema ni so origen, y donde, de un modo u otro, empieza a reinar el regocijo. Puede haberse muerto el perro de tu hija, que si eso se vuelve material de un buen poema, te vas a poner feliz incluso de que haya ocurrido. Walter escribe:
¿Fingir que no lo sé? Ya es tarde, estoy en mi emboscada;
el deseo como una piedra atada al cuello me arrastró
a este lugar; y haría falta otra vida para saber qué significa
ese jeroglífico espejado en la carne.
Todo lo que percibimos son incrustaciones,
como ripios en el camino que sacuden
nuestro sopor, pero no alcanzan a despertarnos.
Cuando uno se toma todo ese tiempo para decir algo melancólico es porque se da cuenta de la belleza de lo que tiene entre manos. A ese tesoro acarreado desde muy lejos, como dice Walter, a ese algo, para que fueran poemas, hubo que envolverlos en lenguaje, hubo que acariciarlos largamente con la voz. Y terminamos por regodearnos con ese tono que recomienza una y otra vez y que como lector, agradezco.
Así es que este libro es anfibio, participa de diferentes órdenes y nos genera emociones encontradas, complejas. Fíjense:
Mi cuerpo se replegó hasta adquirir
la liquidez y transparencia de un animal marino:
mitad piedra, mitad marino.
Una vez que terminé de leer Nostalgia, si bien no pude contestar en dónde había estado, aún hoy no lo sé, pude ver esa transfiguración del poema, mitad piedra, mitad marino que logra convertir todo en placer: el libro que reúne quince años de poesía empieza con la palabra Nostalgia y termina con el infinitivo sonreír: la sombra que fui, a veces, me hace sonreír.
Entonces, mirar una sombra y sonreír. Mirar el trabajo hecho durante quince años, sentir nostalgia y sonreír. Imagino que Walter Cassara, como un Orfeo trayendo del brazo algo que creía perdido, pasado, llegó al punto en que puede finalmente mirar atrás, hacia estas páginas luminosas, ver de frente su Nostalgia y a aquel que escribió esto años atrás y que los poemas no se desvanezcan en el aire
y lo que una vez creí truncado
aun roto para siempre, alumbra en la boca.
Así, Walter Cassara nos entrega su Nostalgia, aunque quizá necesitemos leer todo el libro para poder entrar y salir de la trampa sonriendo, y repetir con él:
¿Hay algo más hermoso y cruel que esto?
Empecé a traducir sin darme cuenta casi. Había ido a Estados Unidos y quizá me sentía un poco abombado por tanto inglés, aunque fui al sur, donde el país es prácticamente bilingüe; la cuestión es que en la casa donde estaba había libros de poesía, de Dickinson, e.e. cummings, Auden, Whitman, y además yo estaba comprando y leyendo nuevas poetas que me resultaban increíbles y que quería mostrar a mis amigos. Por ese entonces yo ya escribía poesía pero nunca me había puesto a traducir. Y así empecé, un poco probando y como si fuera un juego, para poder mostrar esos poemas.
Me acuerdo, por ejemplo, de haber leído allá los Veintiún poemas de amor, de Adrienne Rich, y que en uno de ellos, una mujer sueña que su pareja es un poema, el poema de su vida, aquel que ella querría mostrarles a todos los que amaba. Pensándolo hoy, creo que algo de ese deseo amoroso es el que me llevó, de manera inconciente entonces, a empezar a traducir.
Es raro el trabajo del traductor. Está pero no está; está pero se corre a un lado, dejando pasar algo que de todos modos lo atraviesa. Alguna vez escuché a alguien que decía que la traducción era como un viaje. Si bien me gusta pensar que el poema viaja de una lengua a otra, me parece más justo decir que es un trabajo quieto: lo que se ensancha es la lengua a la que se traduce.
Lo confieso: no sé cuánto sé de inglés, en el caso de que el conocimiento pueda ser cuantificado, o que un idioma pueda ser conocido por completo… sospecho que no. En todo caso, tengo para mí que al igual que con la lectura, la traducción consiste sobre todo en escuchar, en oír lo que el poema tiene para decir. Me cuesta quedarme con esa fácil conclusión de pensar que en la traducción siempre algo se pierde: lo mismo podría decirse de cualquier lectura: ¿quién sería capaz de abarcar todos los sentidos de un poema en castellano, por ejemplo? Más aún: ¿quién querría semejante cosa? Cuando uno lee un poema, también hay algo que se pierde, pero sobre todo hay algo, a veces poco, a veces mucho, con lo que uno se queda. Y eso hace la traducción, quedarse con algo. Y cada lector se queda con algo distinto. La traducción es como un trabajo afectuoso en el que a la lengua madre se la hace ir por un camino que de buenas a primeras quizá no hubiera tomado. En ese sentido es desviar la lengua, renovarla, acercarla al ritmo de otro idioma, un trabajo donde la seducción no está exenta, y a la que hay que prestarle una atención sostenida, amorosa.
Como se ve, no soy un académico ni un gramático. Y siento la necesidad, no de ser literal, sino más bien fiel al poema. Es decir, confío en la transformación que se produce en la traducción. Barthes tiene una frase que me encanta: “Estar con la persona que amo, y pensar en otra cosa. Entonces tengo los mejores pensamientos”. La fidelidad tiene que ver con esa deriva, para traducir hace falta entrar en la corriente del poema hasta encontrar algo que no sabíamos que estaba ni en el poema “original” ni en nuestro propio idioma. Todo hallazgo es a un tiempo creación y acogida. Ése es el ensanchamiento de la lengua al recibir el poema y reescribirlo al mismo tiempo: el castellano se estira tratando de alcanzar eso otro que ya lo siente como propio.
Considero que cualquier lector puede poner a prueba una traducción: basta con oír con los ojos, como pedía Sor Juana, mirar con los oídos, y ver si se produce la fiesta de los sentidos, si se percibe la soledad sonora.