martes, 29 de diciembre de 2015

Rilke - Cartas a un joven poeta (fragmento)



Carta I

Paris, 17 de Febrero de 1903

Muy distinguido señor:

Hace sólo pocos días que me alcanzó su carta, por cuya grande y afectuosa confianza quiero darle las gracias. Sabré apenas hacer algo más. No puedo entrar en minuciosas consideraciones sobre la índole de sus versos, porque me es del todo ajena cualquier intención de crítica. Y es que, para tomar contacto con una obra de arte, nada, en efecto, resulta menos acertado que el lenguaje crítico, en el cual todo se reduce siempre a unos equívocos más o menos felices.

Las cosas no son todas tan comprensibles ni tan fáciles de expresar como generalmente se nos quisiera hacer creer. La mayor parte de los acontecimientos son inexpresables; suceden dentro de un recinto que nunca halló palabra alguna. Y más inexpresables que cualquier otra cosa son las obras de arte: seres llenos de misterio, cuya vida, junto a la nuestra que pasa y muere, perdura.

(…)

Usted pregunta si sus versos son buenos. Me lo pregunta a mí, como antes lo preguntó a otras personas. Envía sus versos a las revistas literarias, los compara con otros versos, y siente inquietud cuando ciertas redacciones rechazan sus ensayos poéticos. Pues bien -ya que me permite darle consejo- he de rogarle que renuncie a todo eso. Está usted mirando hacia fuera, y precisamente esto es lo que ahora no debería hacer. Nadie le puede aconsejar ni ayudar. Nadie... No hay más que un solo remedio: adéntrese en sí mismo. Escudriñe hasta descubrir el móvil que le impele a escribir. Averigüe si ese móvil extiende sus raíces en lo más hondo de su alma. Y, procediendo a su propia confesión, inquiera y reconozca si tendría que morirse en cuanto ya no le fuere permitido escribir. Ante todo, esto: pregúntese en la hora más callada de su noche: "¿Debo yo escribir?" Vaya cavando y ahondando, en busca de una respuesta profunda. Y si es afirmativa, si usted puede ir al encuentro de tan seria pregunta con un "Si debo" firme y sencillo, entonces, conforme a esta necesidad, erija el edificio de su vida. Que hasta en su hora de menor interés y de menor importancia, debe llegar a ser signo y testimonio de ese apremiante impulso. Acérquese a la naturaleza e intente decir, cual si fuese el primer hombre, lo que ve y siente y ama y pierde. No escriba versos de amor. Rehuya, al principio, formas y temas demasiado corrientes: son los más difíciles. Pues se necesita una fuerza muy grande y muy madura para poder dar de sí algo propio ahí donde existe ya multitud de buenos y, en parte, brillantes legados. Por esto, líbrese de los motivos de índole general. Recurra a los que cada día le ofrece su propia vida. Describa sus tristezas y sus anhelos, sus pensamientos fugaces y su fe en algo bello; y dígalo todo con íntima, callada y humilde sinceridad. Valiéndose, para expresarse, de las cosas que lo rodean. De las imágenes que pueblan sus sueños. Y de todo cuanto vive en el recuerdo.

Si su diario vivir le parece pobre, no lo culpe a él. Acúsese a sí mismo de no ser bastante poeta para lograr descubrir y atraerse sus riquezas. Pues, para un espíritu creador, no hay pobreza. Ni hay tampoco lugar alguno que le parezca pobre o le sea indiferente. (…) Intente hacer resurgir las inmensas sensaciones de ese vasto pasado. Así verá cómo su personalidad se afirma, cómo se ensancha su soledad convirtiéndose en penumbrosa morada, mientras discurre muy lejos el estrépito de los demás. Y si de este volverse hacia dentro, si de este sumergirse en su propio mundo, brotan luego unos versos, entonces ya no se le ocurrirá preguntar a nadie si son buenos. Tampoco procurará que las revistas se interesen por sus trabajos. Pues verá en ellos su más preciada y natural riqueza: trozo y voz de su propia vida.

Una obra de arte es buena si ha nacido al impulso de una íntima necesidad. Precisamente en este su modo de engendrarse radica y estriba el único criterio válido para su enjuiciamiento: no hay ningún otro.

(…)

martes, 15 de diciembre de 2015

Natalia Leiderman




cómo le respondo al chico que me pregunta
por qué siempre te atás y desatás el pelo

es una pregunta de chico que mira
atento hasta el brillo
hasta la combustión

pregunta qué misterio hay
atrás de ese gesto metódico, innecesario

o se burla

sea como sea
yo tengo una respuesta abrumadora:
se trata de una estrategia
para no quedarme sin aire

cuando me ato el pelo
me vuelvo a atar
al mundo, me doy luz
agua y comida

todo eso en el rápido gesto
de las manos: tirar hacia atrás, arriba
sostener y envolver
en una pelusa pulcra y engordada

pero mejor le respondo: a vos qué te importa
o le digo: porque sí
y cambiamos de tema.


* * * * *


el tiempo en tu casa es un brillo
una pulsión alegre
un organismo que respira
en el aire y en el agua

cocinás mientras leo
en tu cama y mezclo
tus libros y los míos

no se trata esta vez de forzar
una gran maquinaria
ruidosa y pesada

somos una mano llena
de peces de colores
a veces nos abrimos
y dejamos que caigan
de a poco.


* * * * *

me repliego como una niña, quiero
que me lleven al cine, a la plaza
que me pregunten por qué no como
quiero ahora que tengo
el cuerpo inmóvil, quiero
ahora que no tengo
nadie que me haga el amor
quiero el amor de los padres
espantosamente fiel
y grande
entre mis manos pequeñas.



* * * * *


avanzás como un chico obediente
desde mi boca
hacia abajo

fosforescés el territorio
te apropiás
de a poco

decís que te gusta mi piel
que soy hermosa

bajás con ansiedad como
si te esperara
algún tesoro

te dejo hacer te regalo
la vibración perfecta
de un gemido

creés que esto es sagrado
que conmovemos la historia

Dios se aburre infinitamente.


* * * * *


esto de que me mandes
a la concha de mi madre
me parece inofensivo.

¿nunca quisiste regresar
a la noche tibia y sencilla?
¿no quisiste invertir el camino ir
apoyándote despacio
en la forma blanda de los objetos conocidos
hasta llegar a cero?




miércoles, 2 de diciembre de 2015

Lydda Franco Farías




No nací para ocupar un espacio y nada más.
Ignoro cuál será mi participación.
Me tocó ser mujer y no me quejo,
me tocó caer en la humedad del tiempo,
en la inhóspita sequedad de los caminos
pero aquí me quedo
entre escombros y desperdicios.
Destruyan mi epidermis resentida,
despedacen mis sueños, mi alegría,
aniquílenme
mas no pretendan sancionarme
porque un día aparecí sobre la tierra
y tuve voz y grité
y tuve fronteras y no quise despertar sin ellas
y tuve armas y allí están
perfiladas, inmóviles, ariscas.
 

* * * * *

quedé para ser la última invitada
estoy alegre de las botellas sordas
puedes beberme soy todos los licores
no distingo
y si respondo es
para ligar placeres inimaginables contra el tiempo
a una temperatura en que tampoco sabes
lo que haces

* * * * *

mi primer hecho de sangre
aconteció a la edad de 13 años
el odio abrió sus abanicos
puso en acción su maquinaria
cancerberos me vigilaron los sueños
se dieron a la tarea infame de tapiar
las primicias de mi cuerpo
(cuerpo del delito
prueba contundente del pecado a expiar
ab ovo in aeternum
guachimanes con ojos de argos y armados hasta los dientes
se encargaron de la custodia
de resguardar el buen nombre
el honor de la familia
la infra y la supra
el andamiaje de la moralidad
la ley y el orden
la paz ciudadana
conmigo fue creciendo el expediente amañado
de mis presuntas lacras
el desprecio del condenado a muerte ante jueces y verdugos
me erigí abogado de mi propia causa
sacrílega escupí en los templos
en los lugares sagrados y consagrados
por la beatería oficial
convertí en añicos sus ídolos baratos de fabricación casera
tallados a mano por imbéciles y desequilibrados mentales
para uso de supersticiosos y aprovechados
hice caso omiso a prédicas de sacristía
me burlé de sus tribunales del santo oficio
me oriné de risa ante la pétrea majestad de la justicia
para devolver los golpes
me armé doncella contra todos los poderes y sus sabuesos
zona de desastre
calamidad pública
he de permanecer hasta llegada la hora
de rendir cuentas

* * * * *

yo venía de los bosques húmedos
en mi equipaje la inocencia
en sí misma dobladita
olorosa a preguntas
me quitaron
bosque y humedad
el equipaje revolvieron
las preguntas me las fui respondiendo
con el tiempo y de a poquito
ahora no sé de qué sirve la inocencia
ni me importa

* * * * *

a esta hora
serás la muchacha ejemplar y enamorada
a quien engañan y maltratan
todos los hijos de puta de la tierra
lo cual no tiene la menor importancia
ellos siempre regresan
compungidos
a tus faldas
solícitos
con la cara lavada
con la excusa de siempre
con la eterna cantata
yo te perdono
yo te prometo
yo te lo juro
mi ego te besa
al final de la escena
hasta el perro es feliz 


* * * * *

Desconfía hija de esos muchachos
que te leen poemas de dudosa factura
tú que diferencias la verdadera poesía
diferénciales y conócelos a ellos
son falsos prestidigitadores
sopla sobre los castillos de arena de sus discursos
tú que crees que el sexo es regocijo
y que como el espíritu necesita ventilarse
desconfía de esos muchachos
que intercambian novias
para ellos las novias consisten
en esa economía de mercado basada
en el trueque de objetos para el uso y el abuso
ni siquiera son n e o l i b e r a l e s esos muchachos
son neolíticos y cerrados como las bóvedas de un banco
desconfía de esos muchachos
quebradizos como láminas de anime
que odian al prójimo
(especialmente si el prójimo es una muchacha)
no te enamores más nunca hija
de esos errátiles
y radicales
muchachos enmascarados. 



* * * * *
Mientras dormía me crecieron alas
al principio ni yo misma lo creí
hice cálculos sobra las ventajas y desventajas
de este suceso inesperado decidí ensayar un vuelo corto
tropecé contra los vidrios de las ventanas no me di por vencida
llegue a libélula
fui uno que otro pájaro
ave de rapiña
mi ambición no tuvo fronteras
fui escavando jerarquías hasta agotarlas todas
ahora soy un ángel
y me aburro


Lydda Franco Farías, poeta venezolana. Nace en la Sierra de San Luís, estado Falcón, en enero de 1943 y muere en Maracaibo el 2 de agosto de 2004.

viernes, 13 de noviembre de 2015

Armando Tejada Gomez




Hay un niño en la calle

A esta hora, exactamente,
hay un niño en la calle.

Le digo amor, me digo, recuerdo que yo andaba
con las primeras luces de mi sangre, vendiendo
una oscura vergüenza, la historia, el tiempo,
diarios,
porque es cuando recuerdo también las presidencias,
urgentes abogados, conservadores, asco,
cuando subo a la vida juntando la inocencia,
mi niñez triturada por escasos centavos,
por la cantidad mínima de pagar la estadía
como un vagón de carga
y saber que a esta hora mi madre está esperando,
quiero decir, la madre del niño innumerable
que sale y nos pregunta con su rostro de madre:
qué han hecho de la vida,
dónde pondré la sangre,
qué haré con mi semilla si hay un niño en la calle.

Es honra de los hombres proteger lo que crece,
cuidar que no haya infancia dispersa por las calles,
evitar que naufrague su corazón de barco,
su increíble aventura de pan y chocolate,
transitar sus países de bandidos y tesoros
poniéndole una estrella en el sitio del hambre,
de otro modo es inútil ensayar en la tierra
la alegría y el canto,
de otro modo es absurdo
porque de nada vale si hay un niño en la calle.

Dónde andarán los niños que venían conmigo
ganándose la vida por los cuatro costados,
porque en este camino de lo hostil ferozmente

cayó el Toto de frente con su poquita sangre,
con sus ropas de fé, su dolor a pedazos
y ahora necesito saber cuáles sonríen
mi canción necesita saber si se han salvado,
porque sino es inutil mi juventud de música
y ha de dolerme mucho la primavera este año.

Importan dos maneras de concebir el mundo,
Una, salvarse solo,
arrojar ciegamente los demás de la balsa
y la otra,
un destino de salvarse con todos,
comprometer la vida hasta el último náufrago,
no dormir esta noche si hay un niño en la calle.

Exactamente ahora, si llueve en las ciudades,
si desciende la niebla como un sapo del aire
y el viento no es ninguna canción en las ventanas,
no debe andar el mundo con el amor descalzo
enarbolando un diario como un ala en la mano,
trepándose a los trenes, canjeándonos la risa,
golpeándonos el pecho con un ala cansada,
no debe andar la vida, recién nacida, a precio,
la niñez, arriesgada a una estrecha ganancia,
porque entonces las manos son dos fardos inútiles
y el corazón, apenas una mala palabra.

Cuando uno anda en los pueblos del país
o va en trenes por su geografía de silencio,
la patria
sale a mirar al hombre con los niños desnudos
y a preguntar qué fecha corresponde a su hambre
que historia les concierne, qué lugar en el mapa,
porque uno Norte adentro y Sur adentro encuentra

la espalda escandalosa de las grandes ciudades
nutriéndose de trigo, vides, cañaverales
donde el azúcar sube como un junco en el aire,
uno encuentra la gente, los jornales escasos,
una sorda tarea de madres con horarios
y padres silenciosos molidos en la fábricas,
hay días que uno andando de madrugada encuentra
la intemperie dormida con un niño en los brazos.

Y uno recuerda nombres, anécdotas, señores
que en París han bebido
por la antigua belleza de Dios, sobre la balsa
en donde han sorprendido la soledad de frente
y la índole triste del hombre solitario,
en tanto, sus señoras, tienen angustia y cambian
de amantes esta noche, de médico esta tarde,
porque el tedio que llevan ya no cabe en el mundo
y ellos son los accionistas de los niños descalzos.

Ellos han olvidado
que hay un niño en la calle,
que hay millones de niños
que viven en la calle
y multitud de niños
que crecen en la calle.

A esta hora, exactamente,
hay un niño creciendo.

Yo lo veo apretando su corazón pequeño,
mirándonos a todos con sus ojos de fábula,
viene, sube hacia el hombre acumulando cosas,
un relámpago trunco le cruza la mirada,
porque nadie proteje esa vida que crece
y el amor se ha perdido
como un niño en la calle...

viernes, 6 de noviembre de 2015

Paola Klug





De Paola Klug, puede decirse lo que ella dice de sí misma: "Mi nombre es Paola Klug y soy una escritora mexicana. (Tecolutla, Ver., 1980). Empecé a escribir cuentos desde que era adolescente pero no fue hasta el año 2011 que Cihuanahualli -uno de ellos- fue publicado por la extinta editorial independiente Under EdicionesA partir de ese momento, fui invitada a colaborar en varias antologías, revistas, diarios y publicaciones; tanto impresas como digitales en México y en otros países de habla hispana. Me apasionan las culturas prehispánicas y las distintas identidades culturales del mestizaje; soy una orgullosa hija de las tres raíces de México. Me encanta el café, el tabaco y las tardes lluviosas; siento un apego particular a las montañas, los cerros y los bosques. Las brujas y la mitología universal son dos de mis más grandes obsesiones"Aquí, un cuento y dos poemas en prosa.



K’umanchikua

Dicen que cuando K’umanchikua nació, la lluvia cayó fuerte e intensa por toda la montaña. Los grandes pinos y las piedras más grandes en lo alto de aquél lugar recibieron la visita de los niños de los truenos y las tormentas.
La noche olía a lluvia, pero también a madera quemada, tila y sal; al amanecer, Don Leandro agarró camino hacia la montaña, la lluvia que había caído durante toda la noche le había caído como regalo del cielo.
Llevaba colgada en su espalda un par de ollas de barro que él mismo había hecho años atrás. En ellas cargaría lo que la montaña le había obsequiado. Caminó entre los cedros y las cortezas quemadas por los niños de la lluvia, la mayoría aún humeaba por la chamuscada. Puso sus ollas sobre la hierba húmeda y comenzó a llenarlas de fango.
Don Leandro creía firmemente que el lodo dado naturalmente por la montaña daba a sus criaturas el elemento necesario para hacerlas perdurables; una vez que ambas ollas quedaron repletas de lodo, aquél hombre se las colocó sobre la espalda nuevamente y caminó hacia su casa -no sin antes juntar una buena cantidad de ramas que la tormenta había arrancado de los árboles-.
Una vez en su hogar, Don Leandro colocó las ollas sobre su mesa y se dispuso a trabajar; el día entero lo pasó modelando el barro con la flor de tule y el agua del arroyo; al caer la noche y antes de ir a dormir abrió la ventana para que la luz de la luna que flotaba en lo alto del cielo bendijera a sus creaciones. Un día después, mientras colocaba en su horno las ramas recogidas en la montaña, dejó secando al sol todas aquellas figuras que durante el día anterior había moldeado. Justo cuando la tarde caía colocó de una a una sus creaciones sobre Kurhikua, el padre fuego; las cubrió con ramas y las dejó reposar toda la noche sobre el carbón.
Al amanecer hizo sonar el barro del que estaban hechas con sus dedos, asegurándose de que eran sólidos y fuertes  –como la montaña y como él-.
Uno a uno fue pintándolos con hermosos y vibrantes colores: coyotes con alas, peces con trompa de elefante, jaguares con pico de quetzal, burros con orejas de conejo, una guacamaya con cara de sapo y muchas cosas más. Don Leandro estaba contento de mirar el segundo nacimiento de sus alebrijes, del primero, sólo la montaña, la lluvia y sus niños habían sido testigos.
Continuó dándoles color hasta que sólo quedó uno en la canasta. Era un dragón, lo pintó de morado y colocó en su cuerpo varias manchas blancas, sus cuernos serían dorados como el sol acariciando el trigal y sus alas verdes y ocres como la montaña en el ocaso, sin embargo cuando acabó de pintarlo notó que algo había pasado: uno de los cuernos del dragón se había roto con el toque de sus manos.
Don Leandro estaba decepcionado.
-K’umanchikua -como llamó al alebrije- no es  fuerte ni sólido como sus hermanos.
Cansado y malhumorado dio una bocanada a su cigarro y colocó al dragón sobre la mesa.
-En la mañana tendré que deshacerme de él, nadie se interesaría jamás por un alebrije roto en el mercado. K’umanchikua no será de utilidad para mí –dijo en voz alta.
Poco después Don Leandro se fue a la cama y cerró los ojos para no abrirlos más.
Aquella noche volvió a llover, los relámpagos iluminaban con sus luces azules, rosas y rojas
la montaña. El agua fluía a cántaros desde todas las direcciones y los niños de la lluvia volvieron a bajar.
Janikua y Japonda eran los más traviesos; no sólo les gustaba estrellarse uno con el otro entre las piedras o las copas de los árboles, sino de vez en cuando les daba por visitar las casas. Su cuerpo era de agua y de viento, sus voces susurros de río y la vida en su corazón fluía como la marea del lejano océano.
Janikua y Japonda tenían prohibido acercarse a los humanos sin embargo ellos no eran obedientes y cada vez que la Madre Lluvia se descuidaba, ellos se colaban entre la paja tejida que hacía de techo en los trojes; algunas veces mojaban la leña, otras las faldas sabalinas, los sombreros de petate o los bordados de las mujeres; sin embargo lo que  Janikua y Japonda hallaron en la casa de Don Leandro no lo habían visto en ningún otro lugar:
Había criaturas tan mágicas como ellos desperdigadas en todo el lugar. Cada una llevaba en su cuerpo de barro el toque de la lluvia y en sus miradas traviesas la misma luz que ellos llevaban en su corazón. Janikua y Japonda estaban emocionados por ver los colores del arcoiris plasmados sobre aquellos pequeños cuerpecitos y estaban tan sorprendidos que no se dieron cuenta de que habían pasado demasiado tiempo en aquél lugar; y adonde van los niños de lluvia, la lluvia llega, y en un santiamén sin haberlo querido así, las paredes del troje de Don Leandro fueron derrumbadas por el agua que bajaba de la montaña sin darles tiempo de nada. El agua se lo llevó todo, las ollas de barro, las pinturas, las criaturas que con tanto esmero había creado y sí, también se llevó a Don Leandro.
No hay palabras que puedan describir la tristeza que Janikua y Japonda sentían, fueron con la Madre Lluvia y se disculparon mil veces: ella se los había advertido ya, era por esto que no podían acercarse a los humanos.
Janikua y Japonda dejarían de ser niños de lluvia y se convertirían en los niños de la tierra; a partir de ese momento deberían cuidar y resguardar a la montaña y a todos los seres que vivieran en ella.  Los cuerpos de Janikua y Japonda dejaron de ser de agua y tomaron la forma, color y textura de la tierra; fueron moldeados por la montaña de la misma forma que Don Leandro había formado a sus alebrijes. En sus cuerpos estaba la raíz, el agua, la tierra y la hojarasca.
Caminaron durante días y noches enteras conociendo su nuevo hogar, y fue allí entre el lodo, las ramas y las raíces secas de un cedro que se encontraron a K’umanchikua. El dragón morado había sobrevivido el embate del agua y la tierra de la montaña.
Janikua y Japonda corrieron con K’umanchikua entre sus manos y lo lavaron en el agua cristalina del arroyo, limpiaron sus alas, sus patas y su pequeño cuerno amarillo. Estaban felices de saber que algo de aquella terrible noche había sobrevivido y K’umanchikua a su vez también estaba feliz de haberlo hecho.
Después de todo él se había roto primero y la herida que le provocó Don Leandro con sus palabras fue más dura que la que le provocó con sus manos; sin embargo lo hizo más fuerte que él y que sus propios hermanos. Las fisuras dentro y fuera de nosotros nos dan fortaleza; un ser sin heridas es vulnerable en el mundo, un ser que desprecia las heridas de otros también lo es; al final K’umanchikua, el alebrije roto, era el único que había perdurado.
Janikua y Japonda lo llevaron consigo por toda la montaña haciéndolo su amigo; eran los rotos,  los desobedientes y los rechazados los que ahora conformaban el corazón de aquella hermosa montaña que a partir de esa mañana se llenó de la magia más pura y colorida de aquél místico lugar.
Solo de vez en cuando, cuando subo a la montaña he podido ver a K’umanchikua tomar el sol con la panza sobre las piedras mientras los niños de tierra, sus nuevos hermanos, cantan la canción de la lluvia tirados sobre la hierba.


Otoño

Nos prometimos un otoño, un racimo de hojas secas, el primer baile frente a la fogata. Nos prometimos la última lluvia antes de que noviembre llegase.
Nos prometimos los rayos del sol entrando por la ventana, los reflejos ocres sobre el agua del río y también las manos tibias -entrelazadas-.
En la promesa había un cercado de madera, lámparas de aceite y docenas de tazas de café.
No prometimos una eternidad, era un instante, una estación, un resoplo en los pulmones del mundo.
Nos prometimos nuestro propio altar, un par de almohadones y las calles vacías; un árbol y una cascada, un cruce de historias, un solo final.
Nos dimos diciembres, un bouquet de naturaleza muerta, el hielo cayendo desde las tejas.
Nos dimos tardes pálidas, noches frías, una curva en la cual desbarrancarnos, la asfixia y la soledad. Nos dimos silencios y después puñales, susurros al viento y lágrimas de culpa y vergüenza.
Nos dimos una carretera oscura, paisajes inconclusos, el humo del tabaco impregnado en cada adiós.
Y había poesía, dioses antiguos caminando a nuestro lado en aquél yermo espacio. Música de orquesta cubriendo nuestros pasos cual si fuese niebla.
Nos prometimos a nosotros mismos -como si la existencia nos perteneciera-,  nos prometimos el cristal, siendo acero, nos prometimos la verdad siendo ilusión.
Y allí estaba a nuestros pies ese mundo imaginario arrastrándonos con su pesada ancla al pasado; allí adonde no fuimos, allí adonde nos encontramos.


Léeme

Léeme bajo la lluvia, cambiemos de escenario. Ven, como si nuestros encuentros fueran usuales, como si no fuéramos a desaparecer.
Léeme, como si fuera una de las historias que nos contábamos mientras el viento cantaba para nosotros; léeme como la niebla a nuestros corazones y después pronuncia mi nombre lentamente, susurra las palabras prohibidas, escribe sobre mi cuerpo aquello que nunca decimos.
Léeme como si fuera un libro, como si no escondiera entre mis páginas  algunos capítulos, como si supieras todo sobre mi. Y después de leerme colócame entre el agua fría para que la tinta se humedezca y fluya en la corriente hacia el sur, hasta perderse entre las rocas.
Léeme como si no fuera un mal poema, uno incompleto, sin métrica ni ritmo; como si la luz que brilla en mi jamás fuera a terminarse. Después arranca mis páginas, no llores sobre ellas; déjalas arder en el fuego mientras recuerdas lo que fui.
Léeme sin recuerdos hasta que el tiempo de una vuelta más, hasta que las estrellas caigan sobre nosotros, hasta que olvides la primera vez. Y cuando el fuego haya consumido las palabras añejas escribe nuevas historias, invéntanos un nuevo final en papel maché  en donde no haya que pedir perdón, ni que maldecirnos mutuamente. Escribe sobre ti mismo, confiesa por qué el dolor escapa por tu mirada. Léeme sin acentos, ni puntos, ni comas. Léeme sin dormir, con la voz tranquila, sin tragedias atoradas en la garganta; Léeme y quédate quieto mientras acabas tu cigarro y después de que hayas acabado de leerme, arroja con dulzura el libro por la ventana.


lunes, 26 de octubre de 2015

Juan Gelman




escrituras

la casa del administrador de la mina de wolfram
la boca de la mina de wolfram
el arroyo para lavar el wolfram y algunos ranchos
eso es todo esa es La Carolina

San Luis es chico y La Carolina está en San Luis
La Carolina es chica
treinta mineros sacan el wolfram
con sus lámparas de carburo escriben mensajes en las paredes de cada socavón

encima de la tierra ¿se puede leer lo que hay escrito debajo de la tierra?
¿se pueden leer los mensajes de La Carolina?
"cuidado no sacar más mineral hasta que apuntalen" dice uno
"josé hay que seguir mañana por este socavón"

pero arriba ¿se puede leer?
¿hay quien lee los mensajes que escriben los mineros de abajo?
¿se pueden leer verdaderamente esos mensajes?
"Perón es nuestra única esperanza" dice uno

San Luis es chico y La Carolina está en San Luis
La Carolina es chica
treinta mineros sacan el wolfram
¿alguien los lee? ¿los leen encima de la tierra?

ellos escriben aunque nadie los lea
escriben en las paredes de la mina
escriben con sus lámparas de carburo
escriben bajo la noche profunda


Del libro Interrupciones I