jueves, 22 de marzo de 2018

jueves, 8 de marzo de 2018

Ángela Guardione - Nuestro secreto (cuento)



Nuestro secreto

Yo lo quería a Juan. El año pasado fue el último que compartimos juntos el cole. Como su casa queda en frente al patio de la escuela, cada mediodía intentaba llegar a la una en punto para encontrármelo cruzando la calle. En algún momento él me miraba, yo siempre lo estaba mirando.

Era septiembre. Juan y sus compañeros organizaban el viaje de egresados. Como la fiesta era en la escuela, yo tenía permiso para ir. En general no salía. Mis amigas sí salían, ya iban a bailar; pero mi mamá, como estaba sola, no me dejaba. La fiesta empezó a la tardecita. Enseguida ubiqué a Juan que estaba ayudando con las bebidas, iba mesa por mesa tomando pedidos y entregando grandes vasos llenos de cerveza y no sé qué otra cosa. Él tenía una remera azul con su nombre. Yo estaba con mis amigas. Cuando llegó el momento de ir a bailar lo único que hacía era buscar con la mirada a Juan. Por un momento lo perdí entre todas las remeras azules hasta que de repente escuché: Hola, ¿querés bailar conmigo?

Fue como un sueño, era la primera vez que lo tenía tan cerca. Cuando toqué sus manos las sentí calentitas y suaves. Bailamos cinco canciones. Después me invitó a que nos alejáramos y lo seguí sin dudar. Caminamos hacia el patio, el que da a su casa, nos sentamos en el banco debajo del plátano y me dijo que le gustaba mucho. Después nos dimos un beso.

A partir de esa noche siempre que podía me encontraba con Juan. Él me mandaba a decir con algún compañero que a la salida de la escuela nos podíamos ver en su casa. Yo empujaba la puerta celeste del portón y él me estaba esperando. Me hacía un gesto de silencio poniendo el dedo índice sobre sus labios, me daba la mano y me llevaba por una escalera caracol a un pequeño cuarto en el primer piso. Era su lugar, decía. Y en ese lugar yo sentía que nada malo me podía pasar.

Yo inventaba mil excusas cuando llegaba tarde a mi casa. Las excusas siempre tenían que ver con tareas para la escuela. Los encuentros con Juan eran nuestro secreto.

El año terminaba y estaba triste porque no lo iba a ver más. O si lo seguía viendo cada tanto, ya no iba a ser lo mismo. Esa tristeza hizo que sienta cosas extrañas en el cuerpo. La comida no me gustaba como antes. Tenía ganas de dormir y cuando dormía soñaba con él.

Las clases habían terminado, también había pasado Navidad. Un día mi mamá decidió llevarme al médico. Me hicieron varias preguntas y hasta me sacaron sangre. Después fuimos a otra doctora. Ahí ella entró sola y yo tuve que esperar. Cuando salió me dijo que teníamos que hablar;  no voy a olvidar nunca la expresión de mi mamá. Era de noche y estábamos solas en casa, como siempre. Nos sentamos a cenar, ella parecía incómoda, entendí que algo estaba pasando. Me explicó que algún día se lo iba a agradecer; que muchas veces las historias familiares se repiten pero esta vez no, porque ella quería lo mejor para mí. Creí saber lo que estaba ocurriendo pero no pude decir nada.

Nuestra relación cambió a partir de ese día. Mamá estaba incómoda, podía notarlo. No quise preguntar nada más pero seguí pensando. Una tarde se me ocurrió por primera vez que podríamos llegar adonde estamos ahora.

Es un consultorio oscuro y frío que contrasta con el clima caliente y el colorido típico de este momento del año. Mis pensamientos se escapan por la única ventana que se ve por la puerta entreabierta del baño. Pienso que en el verano la gente está más alegre y por eso usa colores en su ropa. Dicen que el negro atrae más el calor, eso no lo entiendo. Tengo trece años, quizás cuando sea más grande lo voy a entender. Acá hay una hilera de sillas con tapizado verde y patas de hierro, son cómodas. También hay un escritorio de madera con una agenda, una lapicera y un teléfono que no suena. Mi mamá tiene un rosario en las manos. Por momentos me mira de una manera extraña y, sin romper el silencio, hace un gesto que se parece a una sonrisa. Eso tampoco lo entiendo, quizás cuando sea más grande lo voy a entender.

Ángela Guardione

miércoles, 10 de enero de 2018

Patricia Fadón



Los alambrados

Hay un camino
donde el pasto es más corto 
desemboca acá
en estos pequeños árboles
que algún día con suerte serán grandes.

Luego el alambrado marcando el límite
y más allá del alambrado
el paisaje sin árboles cambia
constantemente
aunque se trate de plantas
es como si el maniobrar de los hombres
apurara a la naturaleza
pareciera que no le dan descanso.

A veces la tierra desnuda
revuelta untada
con algo que no huele bien
luego las plantitas asoman ya hechas
porque la semilla en otro lado germinó
las riegan, las cubren
matan los insectos con pulverizador
sostienen las plantas con ramas derechas y
a veces las cubren con túneles blancos
perfectos, para protegerlas del frío y la helada.

Hacia la derecha, tras el otro alambrado
todo es diferente
desde hace algún tiempo
a esa tierra no se le ha hecho nada
ningún ser humano camina nunca por ahí
ni siquiera podría hacerlo porque la naturaleza
ha crecido sin ninguna intervención
y en ese crecer natural los cardos
son ahora lo que más abunda.
 
En este momento del año
donde el invierno está en todo su apogeo
las siluetas flacas pinchudas
y grises de los cardos se alzan  
como vigilantes en toda la extensión del terreno
reinado de cuises, perdices
liebres, lechuzas y otros bichos
ahí la tierra descansa, encierra misterio
contagia tranquilidad.

martes, 9 de enero de 2018

Vanesa Marullo




Mi corazón
bombea palabras                    
mente revuelta
de
​s​prende ideas
algunas   estallan
contra el rígido suelo
pero otras   vuelan
caprichosas, impulsivas
alto      
vuelan


* * * * *


La equilibrista

Buscando armonía entre
corazón y mente
vaivén de emociones
dos fuerzas
de misma intensidad
anulan y compensan                 
haciendo foco
para no caer
en el abismo




* * * * *


Pensamientos zumbidos
no me dejan dormir
giro  y  giro
intento evadirlos
parecen insignificantes

no quiero apagarlos
pero aturden, confunden
se imponen
y zumban
retumban

imposible dormir

* * * * *




Crece
se desarrolla
y yo me  desarrollo
junto a ella
sus movimientos brotan
tenues
intensos
danza en mi interior
su corazón vibra
vibramos
somos armonía
juntas


* * * * *


Me abrigo
en mi capullo
aguardo  activamente
la transformación
imperceptible
inmensa


cambiar
para no perecer
forjar  alas
para no caer


volar
más allá
de la forma
anterior


Textos del libro "Poesía en acuarela" (2017)

Luciana Inda


Pero hay mucha belleza al costado del camino

Cuando ella le dijo que estaba harta de su egoísmo, que era un cobarde y que no veía ni un milímetro más allá de su propio ombligo, él le contestó que tenían que brindar por algo, al menos, y se metió en la cocina, para volver con una botella de vodka y una Mirinda de naranja.

—    ¿Ah sí? ¿Por qué querés brindar?
—    Por las ballenas de Puerto Madryn. Podría ser por eso.
—    Yo no tengo nada por qué brindar.
—    Brindemos entonces por el año dos mil veinte.
—     
—    Por los fuegos artificiales?

Ella dio el primer trago. Luego bajó la cabeza para sostenérsela con las manos. Él le corrió el pelo que le caía sobre sus ojos, con tanta ternura, que ella deseó poder brindar, poder pensar en las ballenas. Pero no pudo. Había guardado tanto en el compartimento de “cosas para olvidar” , que ya no había lugar para más nada. El egoísmo, la cobardía, el no ver ni un milímetro más allá de su propio ombligo, se habían corrido irrevocablemente al compartimento de “cosas para decir” .

—      No sé por qué sos así.
—      ¿Soy así? Por qué, no sé.

Tal vez, si pudiera reciclar y redistribuir el dolor, pensó. Un poco en cada compartimento, un poquito en cada uno, y así poder brindar. Pero no podía. Recordó la letra de una canción que solo hablaba de brindar. Era de una banda que se jactaba de conocer pero que, tal como la canción y tal como tanta otra gente, no aportaban realmente nada a su vida, más que un saludo ocasional de viernes o sábados por la noche. Pensó que si fuera eliminando esta clase de personas de su vida no quedaría casi nadie. Tomó otros cuatro tragos de vodka con Mirinda.

— Tenés razón —dijo él de golpe, mirando hacia el piso. Y ella tuvo un súbito estado de alegría. Tal vez sólo por el placer de que le dieran la razón, tal vez también por descubrir que había otro ser humano en la habitación.
—¿Y?!

Él la miró apenas y no respondió.

—      ¿Y entonces?!
—      ¿Y entonces qué?
—      Me dijiste que yo tengo razón. ¿Y entonces?
—      Y entonces nada.
—      ¿Y entonces nada ?!!

Él se encogió de hombros.

—      Voy a servir más, ¿vos querés?!

Ahora fue ella la que se encogió de hombros, y volvió a sostenerse la cabeza con las manos. Quince minutos de silencio.

—      Quisiera que volvamos ahora, ir hasta mi casa y que te lleves todas tus cosas. ¿O hay algo que me quieras decir?
—      No, las cosas ahora no.

Un hilo de esperanza se tensó adentro de su cuerpo, pero era milimétrico.

—      ¿Hay algo más que me quieras decir?

Él movió la cabeza de izquierda a derecha y de derecha a izquierda varias veces. Y los no silenciosos eran peores que los hablados. El silencio es siempre mucho peor, siempre más profundo. Parecido al perro que ladra no muerde, el ruido tiene algo de superficial y transitorio, contra lo definitivo del silencio. Ella era como un perro que ladra, y él, uno que muerde.

—      Perro que ladra no muerde.

Él no le contestó y le acarició los hombros y la cara y la abrazó. Entonces ella sintió que estaba a punto de estallar. ¿Era posible estallar por falta de alegría?  Una alquimia rápida e irrevocable: no le quedaba ni un pedacito de sí misma que no estuviera destrozado, para que pudiera instalarse la felicidad.


Antes de volver a la ciudad fueron hasta la playa y estacionaron el auto de trompa al mar. Estaba amaneciendo y el cielo hacía sus exhibiciones. Por primera vez, el mar no lograba ser tan fastuoso ni tan inmenso como para poder olvidarse de si misma. De pronto, como salido de la neblina matinal, un auto viejo, un Citroen Ami 8, color celeste, se estacionó al lado, también de trompa al mar. Adentro había una chica; creía ella la chica más tranquilamente hermosa que había visto nunca, y su bebé.

Tal vez no era realmente su bebé. Podía ser su hermano, su sobrino, su ahijado... pero estaba bien pensar que así era. Él bebé tenía una remera a rayas de colores y lloraba. La chica lo sacó de la sillita, lo sentó a upa y, mientras le señalaba hacia el mar, empezaron a conversar.

Mientras miraba todo esto ella se preguntaba por qué pensaba que lo que estaba viendo parecía tener mucho más sentido que lo que ella misma estaba haciendo. Aunque vagamente, también pensó en el silencio, y en los perros que ladran. Y entonces escuchó que la chica le decía a su bebé: ...pero hay mucha belleza al costado del camino... y el bebé dejaba de llorar, y ella también dejaba.




Luciana Inda (inédito)