ArrancarEscribo con el pesar que dicta una rotunda serie de imposibilidades, algunas de las cuales se enuncian del siguiente modo: mi desconocimiento de la inmensa mayoría de las aristas que se escapan a la hora de proponer una cuestión, cualquiera que ésta sea; mi desconocimiento no menor de las aristas propuestas y su profundidad, y lo mucho que puede decirse acerca de ellas, y por ende su potencialidad; mi propensión al balbuceo, al redondeo que nunca termina de cerrar nada; la falta de tiempo para leer, la falta de voluntad para gestar ese tiempo, la obligación de escribir otra vez para la facultad, la secreta sensación de que a nadie le interesa lo que escribo, la traducción matemática que va desde una serie de preguntas y apuestas de lectura que van surgiendo a lo largo de la misma hacia un mishero número en una libreta provisoria; la incapacidad de escribir algo digno de ser leído.
Sin embargo, escribir a pesar de todo implica animarse: darse ánimo, un soplo que viene de la popular de uno mismo y se da aliento y vida. Este también es el aguante, la idea-fuerza que retumba en el aunque ganes o pierdas. Arrancar implica dar un ínfimo salto que va desde la nada de una página en blanco hacia algo que puede, o no, tomar vuelo propio: esa pequeña intuición y ese pequeño anhelo que supone que escribir a lo mejor significa algo, incluso en términos políticos.
Metáforas de revoluciónUna pregunta ontológica por la revolución excedería con creces los limitados alcances de este escrito, y aún más de quién esto escribe. No rechazo de plano preguntarse por el ser de la revolución, o al menos por la cuestión de su ritmo, de su metonimia. Pero a mí, en un día de julio de 2010, se me escapa de las manos. Puedo entonces tratar de llevar un poco de agua para ese molino. Aportar a la causa, digamos. Propongo hacerlo con el diccionario a mano. Aunque sea un recurso añejo, y utilizado. Me interesa muy poco ser vanguardista, dicho esto en todos los sentidos posibles. Busco y encuentro que, según la RAE, revolución implicaría en primera instancia: “1. acción y efecto de revolver o revolverse”. El segundo sentido refiere a un “cambio violento en las instituciones políticas, económicas o sociales de una nación” . Otros sentidos en cierta medida menos utilizados que indica el diccionario son:
3. f. Inquietud, alboroto, sedición.
4. f. Cambio rápido y profundo en cualquier cosa.
5. f. Astr. Movimiento de un astro a lo largo de una órbita completa.
6. f. Geom. Rotación de una figura alrededor de un eje, que configura un sólido o una superficie.
7. f. Mec. Giro o vuelta que da una pieza sobre su eje. (Cfr. http://buscon.rae.es/draeI/SrvltConsulta?TIPO_BUS=3&LEMA=revolucion)
Con estas mínimas acepciones ya podemos ir entrando en el tema que voy a proponer para comenzar, para arrancar. Teniéndolas presente, llevando estas acepciones en el bolsillo. Porque pueden ir apareciendo. Por lo pronto, mi intención será tratar de rastrear las nociones de revolución que emerjan de la conocida novela de Andrés Rivera, La revolución es un sueño eterno. Será éste el punto de partida, el puerto desde el cual, si la inspiración no falla, será posible configurar alguna mínima deriva. Partir de las ideas de revolución en ese libro para ir derivando en algo todavía no previsto, aunque no por eso necesariamente importante ni novedoso. Ni más ni menos que un globo de ensayo, que se suelta y levanta vuelo; si acaso, como los de navidad y año nuevo, con toda su carga de bonita innecesaridad, de inutilidad ígnea y efímera. Vamos.
El título de esta novela El libro en cuestión se llama La revolución es un sueño eterno. Plantea ya desde el inicio una metáfora digna de mención. Parece ser la respuesta a la pregunta ¿qué es la revolución? Es un sueño eterno. ¿Y qué es, podemos plantearnos, un sueño eterno? Un sueño eterno es un anhelo, una sed, un fervor, un deseo. Un sueño eterno es una utopía, un modo quijotesco de ser en el mundo. Pero no sólo esto. Un sueño eterno también es el último de los sueños, el descanso final, la muerte que todo lo enluta. Descansa su sueño eterno: Rest in peace.
Estamos entonces por una parte en camino hacia un horizonte que nos llama, que nos convoca, que nos enciende y nos incita a desplazar las fronteras de lo posible: trastocar el orden de lo dado, volver posible lo imposible, aquello de revolución, revolución, cantaban las furiosas bestias ; pero, al mismo tiempo y por otra parte, estamos en el sueño eterno, en el final de un recorrido, en la quietud más o menos desconsolada de un velorio. Del cálido fervor al frío de una sala velatoria. Desde el título nos encontramos al mismo tiempo camino hacia un útero y en la podrida tierra de un cementerio.
Dos epígrafesLos epígrafes con los que inicia la novela denotan un diálogo controversial entre dos citas. Nada menos que Perón y Lenin. Perón, y su atmósfera irreal de lluvia y despedida. Lenin, que aparece en segundo término, y en este sentido no sólo dialogando polémicamente sino incluso contestándole a Perón: Todo es irreal, menos la revolución. En este sentido, conviene señalar otra cita que se suma, una cita no dicha a lo largo del texto pero que aparecerá una y otra vez. La única verdad es la realidad, decía el General. El General decía muchas cosas, era una gran caja de resonancia, una inmensa montaña de citas. Ésta es una de las mejores. El éxito de su liderazgo, de su sonrisa y su cariño paternal, de su mágico carisma puede entenderse, creo, también a partir de esas citas, de esa línea bajada por el General y de la cual se aferran, bajo la cual se amparan tantos tan distintos. Es una forma posible de pensar la cuestión. El carisma y las citas, y las frases memorables, y pienso que con Maradona ocurre algo similar. No creo que esto sea casual. Decíamos que el General decía que la única verdad es la realidad. Hay quienes ven en esto un gesto aristotélico, e incluso quienes entienden que el espíritu de Hegel sobrevuela la frase. Feinmann hablaba de las lecturas de Perón, del Perón lector de Clausewitz, y de la resonancia de Hegel en esos escritos. La lectura que la novela propone es otra: la verdad difiere de la realidad. Decir la única verdad es la realidad implicaría volverse profundamente conservador. Valgámonos de una cita de la novela:
En esas desveladas noches de las que te hablo, pienso, también, en el intrasferible y perpetuo aprendizaje de los revolucionarios: perder, resistir. Perder, resistir. Y resistir. Y no confundir lo real con la verdad. Allí está ese rechazo a la postura de Perón, la discusión con una de sus citas más célebres, que no aparece explícitamente en la novela o mejor todavía: aparece pero negada, invertida, subvertida. La verdad no es lo real en la pluma de Castelli. Ni debe serlo. La pluma de Castelli discute, sublime y anacrónicamente, con Perón.
Es interesante en este punto focalizar en el apartado XXIII del primer cuaderno, en dónde leemos la discusión entre Álzaga y Castelli. Lo que leemos lo leemos siempre mediado por esa voz enfática, repetitiva, cuasi monocorde y al borde de la locura que es la voz de este Castelli. Ya volveremos sobre este punto, sobre el tema de la locura. Y en más de una ocasión. Por ahora retengamos el hecho de que Castelli y Álzaga se inscriben en tradiciones disímiles: Álzaga preferirá el Cantar del mío Cid, en donde puede leerse que los españoles son buenos vasallos cuando tienen un buen señor . Este sería entonces el linaje en el cual se inscribe Álzaga. Castelli, por el contrario, lee otro libro: el Quijote. Lo señala del siguiente y sugestivo modo: leo un libro interminable, el Quijote . Ese libro, que se subraya como interminable, y por ende inagotable, siempre inacabado y por acabar, se inscribe en una de las acepciones posibles de revolución que maneja desde el título mismo la novela que estamos analizando. El Quijote es la figura del sueño eterno, del vivir loco y en pos de un cierto horizonte anhelado. Del vivir loco y, como dice el Quijote, de morir cuerdo. Pero esto Castelli no lo lee, porque el Quijote de Castelli es inagotable en este sentido también, en el sencillo sentido que supone que Castelli no terminó de leer el Quijote, y entonces no leyó aquel vivir loco y morir cuerdo del final. El Quijote es inagotable, tanto como su gesta utópica. Y también es inagotable en este otro sentido, y por ende puede pensarse que el final no fue leído. Porque no es la idea que este Castelli tiene en mente, a este Castelli no le interesa ni morir ni vivir cuerdo. Cuerdo es aquel que cree que la verdad es lo real. Y él se muere, se va muriendo pensando justamente lo contrario. Lo real es lo que está llamado a ser subvertido. Una propuesta en espejo, subvertida y subversiva: lo real no es racional, lo real no es la verdad. No puede serlo. De serlo, no hay necesidad de revolución. Y la revolución es aquello a lo que Castelli aspira, anhela, desea con fervor. La verdad es lo racional, y es lo que debe ser, y no lo que hoy es. Debe ser verdad, debe ser racional, no es lo real hoy, pero lo será tal vez mañana. Creo que por acá pasa gran parte del sustento de esta escritura de la locura que es la voz de este Castelli. Porque si lo real aparece como lo racional y lo verdadero, y utiliza esas máscaras, entonces un discurso desde la locura, una escritura insensata y poco cuerda aparece como su más clara y enérgica contrapartida. Y sin embargo, Álzaga también está loco, en tanto también habla de sí mismo en tercera persona:
¿
De qué se ríe, doctor? ¿De que mencione al Maligno? ¿De que Álzaga se parezca a esas viejas brujas a las que no se les va El Maligno de la boca? Los buenos vasallos entenderán cuando les hable de El Maligno .Álzaga habla de sí mismo como de otro. Y señala, sobre el final de este apartado, que
Buenos Aires tiene más locos de los que necesita. Y amenaza:
Dígale eso a sus amigos. Tenemos entonces dos discursos enarbolados ambos desde la locura, y en abierta confrontación. Enfrentados: Álzaga, al cual no se le va el Maligno de la boca; Castelli, con un cáncer de lengua. La locura los equipara al tiempo que los opone.
Como decíamos, la contrafigura del Quijote inagotable es el mío Cid, en donde se habla de un señor dueño de la vida y la muerte. En la lectura propuesta, la novela buscaba refutar a Perón -al menos al Perón del epígrafe y también al de la cita no dicha pero que sobrevuela todo el libro-, y esa refutación se escribe en este punto como un rechazo a la posición de Álzaga y a su tradición inscripta en el mío Cid. Este Quijote inagotable se opone por igual a Álzaga, al mío Cid, al señor de la vida y de la muerte y de las grandes frases, al Maligno y a Perón. Y, en su oposición, los iguala. Álzaga, luego Rivadavia, en la boca El Maligno, las frases de Perón, son todo lo mismo en tanto se oponen al Quijote inagotable. Esa oposición los agrupa. Aunque ellos, llamémoslos Álzaga y Castelli, también sean trágicamente simétricos. Esto no significa que todo dé igual ni el triunfo de ningún tipo de relativismo; sólo corroboro la existencia de estas estructuras en la esta novela. Y, es más y para adelantarme un poco, entiendo que éstas simetrías terminan generando un efecto disímil del anhelado por el propio texto. Pero dejemos esto para más adelante.
Señalemos por ahora que las dos tradiciones en disputa se erigen a partir de tradiciones literarias, lo cual enriquece la idea de verdad con la cual trabaja la novela. Porque, a la hora de oponer dos visiones diferentes de lo que debe ser y de lo que efectivamente es, se utilizan nada menos que dos ficciones, y como ya señalamos, a partir de dos discursos que se saben no-cuerdos. Que están, de algún modo, al borde de la locura. Con relación a la idea de ficción, conviene recordar a Saer, quién señalaba que la verdad no era necesariamente lo contrario de ficción. Según Saer,
(la ficción)
no vuelve la espalda a una supuesta realidad objetiva: muy por el contrario, se sumerge en su turbulencia, desdeñando la actitud ingenua que consiste en pretender saber de antemano cómo esa realidad está hecha. Desde esta perspectiva una ficción no sería entonces una reivindicación de lo falso sino más bien un tratamiento específico del mundo, un medio eficaz para abordar las complejas relaciones existentes entre lo llamado falso y lo llamado verdadero. Un espacio de entrecruzamiento crítico entre lo falso y lo verdadero. Considero pertinente analizar la revolución es un sueño eterno desde este marco conceptual, antes bien que leyéndola como un imposible intento por capturar una verdad histórica que nos fue vedada, antes bien que leerla como una novela histórica. No me parece que sea una novela histórica. Entiendo esta novela como una ficción, en discusión con una serie de debates eminentemente nacionales. Una discusión en la que a veces, por cierto, aburre y rezonga, como un viejo calvo esperando cobrar la jubilación, y la muerte. De todos modos, me parece que la noción de ficción de Saer es apropiada para dar cuenta de qué es "la revolución es un sueño eterno". Una ficción, obviamente. Pero también una manera de parapetarse en términos políticos, nada menos.
XXV capítulos de un cuaderno de tapas rojasSon veinticinco capítulos los que componen el primer cuaderno, de tapas rojas y duras, en el cual Castelli escribe. Ese número, el 25, no parece ser azaroso. Tratándose del orador de la Revolución de mayo, de un siempre presente 25 de mayo de reuniones y muchas idas y vueltas y lluvia y pistolas. La coincidencia es un detalle, y es medianamente obvio. Por otra parte, -insisto- no me interesa en lo más mínimo si Rivera eligió o no dar con esta coincidencia; sencillamente destaco su innegable existencia, y lo estético de su concreta semejanza. Otra obviedad: el hecho de que en mayo, por este lado del mundo, es otoño. Bien, la incidencia de las estaciones del año en el relato también permite que emerja otro sentido, hasta aquí no señalado, de revolución. Leemos que en el capítulo XV se configura una Buenos Aires aplastada por el verano austral:
Castelli era joven, bajo el sol del verano que calcinaba a Buenos Aires, una ciudad blanca y chata que se miraba en las cartas marinas
Corresponde esta parte del relato a un momento en el cual la primera invasión inglesa ya había sido vencida. No se trataba de cualquier momento sino de uno muy particular puesto que había clima de festejo, de carnaval. Ahí, un joven Castelli, se acostaba con Irene Orellano Stark, es decir, con lo más granado de su tiempo. Luego, al menos si ordenásemos la novela no como viene dada sino cronológicamente, tendríamos la segunda invasión, el invierno de julio de 1807. Antes, el intento moreniano de liberación, vía encuentro con Beresford, que se narra en apartado XVI del primer cuaderno: en verano, al calor de un fervor revolucionario. Luego, el mencionado otoño de mayo. Por último, el invierno del presente en el cual la poco cuerda y bastante lúcida voz de Castelli narra. Incluso más que poco cuerda y lúcida voz de Castelli: el doctor indica que deben operarlo, que deben cortarle la lengua: sus cuerdas vocales. La ligazón con todo tipo de cordura estará escandida. Castelli narra en un presente que es en invierno, en las vísperas del final, leyendo al Quijote incesantemente aunque no hasta el final, sino sosteniendo su locura, sin el morir cuerdo. Y sin las cuerdas vocales. Ahora bien, estas especificaciones estacionales, este verano de carnaval, invierno de las segundas invasiones, verano de las negociaciones previas, otoño de la revolución e invierno del final ¿desempeñan alguna función? Entiendo que sí, y no la de meramente dar cuenta de que la historia busca darle un sustrato de realidad tal que nos permita percibir que se desarrolla en la tierra, y que la tierra gira sobre sí misma con una cierta inclinación y alrededor del sol y por esto hay estaciones. Hay estaciones porque es una historia con cierto grado de realidad, Castelli no está en Marte. Claro. Pero no sólo eso. Las estaciones funcionan a la vez a la manera de una escenografía, una especie de telón de fondo que acompaña y a la vez genera la tensión dramática de cada escena. Como cuando llueve de costado en las películas, y el protagonista está triste porque algo grave ha pasado. Tampoco es descartable el hecho de que la noche sea más larga en invierno y el día más largo en verano. La fría noche de invierno es la escenografía en la cual escribe Castelli. Desde su cuarto sin ventanas, con hielo en su cuerpo.
Escribí: somos oradores sin fieles, ideólogos sin discípulos, predicadores en el desierto. No hay nada detrás de nosotros; nada, debajo de nosotros, que nos sostenga. Revolucionarios sin revolución: eso somos.
La historia de una carencia Y en este sistema de estaciones como escenografías, la revolución se da en otoño. No es una revolución de verano, de calor y cuerpos gozosos sudando y festejando en la multitud. Al revés, y para peor: llueve. Es una revolución incompleta, no resuelta, que supone la historia de una carencia. Esta es justamente la historia que el propio Castelli dice escribir. Y ¿cuál es esa carencia? Lo que pareciera faltarles a estos jacobinos es una burguesía dispuesta a hacer la revolución, dispuesta sin más a cagarse en todo símbolo del antiguo régimen. O bien porque no existía, lisa y llanamente; o bien porque no eran más que unos escasos mercaderes sin otra nación que la patria de la ganancia. Porque Castelli se acuesta con Irene, lo más granado; y con Belén, lo más bajo. Pero no le pertenecen. Y María Rosa será la más leal de sus amigas, pero será la única, y no será ni más ni menos que eso. Carencia también y a la vez de unas multitudes que no sean tan cagonas. Que sean y no sean, al mismo tiempo, tan cagonas. Otra vez la idea del aguante, del aunque ganes o pierdas / no me importa una mierda, de la ausencia de las furiosas bestias cantando al grito de revolución, revolución. Las tribunas están vacías, es una jornada triste y amarga -como un cáncer en la lengua- y Castelli y la revolución se nos van a la B. Y no estoy pensando en barrabravas; me parece importante aclarar este punto. No es el tipo de hincha que me interese. Un barrabrava prácticamente no mira el partido, suele estar de espaldas al mismo, y busca adquirir un protagonismo inusitado, muchas veces mayor que su propio equipo y el partido en juego. Y revende entradas, y tiene todo un bonito circuito comercial en muchos casos for-export. Los barrabravas argentinos, ó al menos los que conozco, los muchachos de la Butellier, y como ellos muchos barrabravas argentinos, que tienen un know-how, y pueden exportarlo, y de hecho lo hacen. Me alegra por ellos y por su incidencia en el PBI. Suelen ser mercenarios, y les da lo mismo Tinelli y Miele que el padre Lorenzo Maza. Un instrumento apropiado para cierta forma de construcción política. Y poco más. En cambio, me refiero a otro tipo de hincha, estoy pensando en otra cosa, en la película el hincha, en una versión del hincha encarnada por Discépolo
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¿Para qué trabaja uno si no es para ir el domingo a romperse los pulmones en la tribuna gritando por un ideal? ¿O es que eso no vale nada?, se pregunta el hincha
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¿Y qué te dan por sufrir tanto?, pregunta su madre
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¿Cómo qué me da? ¿Y a usted qué le dieron por tenerme a mí? (Cfr. http://www.youtube.com/watch?v=Vp-9wRykGuY&feature=related)
Ni siquiera, en cierta medida, la propia familia les hace el aguante, tal el caso de Ángela , no así de Pedro Castelli, que continúa la senda a su manera. Y el tema de los familiares, de los lazos afectivos, y se trata de una cuestión que parece constituir un género propio en nuestra nación: el devenir gaucho de los guachos, la ida y la vuelta del Martín Fierro y sus hijos, la lucha de las madres y abuelas de plaza de mayo. Son los lazos familiares los que definen, por presencia o ausencia, buena parte de los cambios más radicales y profundos de la vida política argentina.
Y en este caso, por ausencia. Es una revolución prácticamente sin hinchas, sin hijos ni sobrinos ni primos -aunque esté Belgrano, aunque esté Castelli-. Ni hermanados siquiera, ni hijos de su legado. Y este Castelli, en este punto tan PO, tampoco hace la más mínima autocrítica a este respecto (muchas de las agrupaciones de izquierda en la facultad se dedican a esto, al goce masturbatorio que consiste en señalar a la realidad no sólo como oprobiosa y nefasta -cuestión en gran medida acertada, tanto como su denuncia- sino además como errónea: es la propia realidad la que se equivoca, es el mundo el que ha vivido equivocado, ellos no, nunca; crear dos tres cien reproches y ninguna autocrítica, esa parece haber sido la consigna; pero la vanguardia es así… y por ahora, say no more). Castelli: en su escritura que repite, que repta y que vuelve una y otra vez sobre idénticos enunciados, nunca se pregunta si habrá hecho algo mal; si habrán, quizás tal vez, fallado en algo. Son los otros los que se cagaron, pero Castelli no. Como el negro Segundo Reyes que dispara contra los ingleses y se caga encima . Pero dispara al menos, a pesar de estar cagado en las patas. Y el negro Segundo Reyes participa más tarde del fusilamiento a Liniers, pero ya sin cagarse, suponiendo ahora que se cobraba en cierta medida la cacería de carne humana en África . No así en esa puntual oportunidad French, con la cara de yeso y un olor a mierda imposible. Pero también participa del fusilamiento. Y lo banca con su presencia. Decíamos, hablábamos de una carencia de personajes que se caguen y no se caguen, y se va clarificando lo que se quería señalar con esto. Por último, el propio Castelli se enfrenta a esta dicotomía, esta dicotomía del cagarse o no cagarse por partida doble. Y, a diferencia de Vieytes y Ocampo, no se caga en las estrechísimas órdenes de la Junta . No es un detalle menor este cagarse y este otro cagarse: un mundo que se nos viene abajo, por un lado; y este otro hacer el aguante, este no soportar la situación y no obstante afrontarla. La mayoría, los otros, los ausentes no se encontrarán, en la novela, en la necesidad de reprimir sus heces, de hacer el aguante puesto que esquivarán la cuestión, estarán ausentes con y sin aviso.
Serán, por el contrario, los empiojados, los mal entretenidos como el negro Segundo Reyes, como French, los que afrontarán la cuestión con mayor compromiso y fervor revolucionario. Desde esta perspectiva, entonces, la liberación, si viene, viene de abajo. Del culo del mundo, podríamos decir. Viene del siervo, del empiojado, del esclavo, de aquel que se fluidifica, del que tiene miedo y se angustia y se le viene abajo el mundo tal cual es, se le cae lo real -que no es la verdad-. Entre tanto miedo, los cagones se la bancan -se cagan y no se cagan- y crean un mundo, otro distinto, uno más verdadero -o juran con gloria morir en el intento-; mediante ese trabajo formativo se va creando la independencia. Es evidente que hago uso de Hegel, del Hegel de Dri. Todavía tengo sus desgrabados, un tesoro fotocopiado y mal cuidado. Otra lectura más que intrigante, más que placentera. Subrayemos al pasar que en la lectura que Dri realizaba de la dialéctica del amo y el esclavo no se trata tanto de clases o de fracciones de clase, ni de porciones de la sociedad, sino más bien de un movimiento dialéctico interno –aunque no habría afuera posible-, del propio sujeto; se trata de una experiencia de la conciencia. El amo y el esclavo de un espíritu que va deviniendo dialécticamente. Va deviniendo cómo puede. Y, en esta revolución, puede bastante poco. Y para Castelli, hay lamento y ocaso pero no autocrítica. Y no se caga, además. ¿Castelli, Castelli, no sos cagón? ; Castelli, Castelli, qué grande sos.
Castelli actuará como un poseído, como un hombre que va más allá de su propia sombra. Como el actor ensimismado de un papel cuyo autor bien podría ser Marat. A lo mejor sí se haya cagado, dado que su capa azul está impregnada de sangre y bosta. Pero no. Bosta, lo que se dice bosta, es la de los caballos. Lo otro es mierda, cosa bien distinta. En el apartado VII del Cuaderno 2, Castelli se pregunta por la revolución de mayo, por su actuación en la revolución, por su compromiso con la misma. Decíamos que Castelli seguía las órdenes estrechas de la Junta, tan estrechas y tan seguidas que no se cagaba, y actuaba como un poseído. Sobre el final, señala:
¿Juré, de rodillas en la sala capitular del Cabildo, que no iría más lejos que mi propia sombra, que no diría nunca ellos o nosotros?Juré que la Revolución no sería un té servido a las cinco de la tarde .
Declaro no entender esta última metáfora. ¿Qué sería un té a las cinco de la tarde? ¿Negar las negociaciones impulsadas por Moreno por entreguistas, por vandoristas? ¿Negar un orden inglés imperando como telón de fondo de la lucha contra el yugo español? ¿De qué habla Castelli cuando dice eso del té? ¿De todo eso y de nada a la vez? Se trata, sobretodo, de una bravuconada, de una bravuconadería de un Castelli barrabravizado y rabioso que ya no sabe bien qué está diciendo ni a quienes implica. Porque si French es cagón y el negro también, pero Castelli no, porque su capa tendrá sangre y bosta pero no la suya sino la de su caballo o algún otro animal, y además no transa, como sí lo hace Belgrano que perdona ciertas vidas , como sí lo hace Moreno que tantea el panorama con Beresford , entonces Castelli está solo, solo como Robesperro malo, y viejo -y peludo nomás- y al borde la locura. Solo, con el dictum de Marat retumbándole en la cabeza. Es una figura, ésta, que lo deshumaniza severamente. Un hombre que está solo y va más allá de su propia sombra. Un hombre solo que va más allá de su sombra no es un humano. Es una metáfora, por supuesto. Un cristal, como dijimos. Pero su contorno es demasiado oscuro y llamativo. No cierra, desentona en un contexto de humanización de los personajes históricos y sus voces: del propio relato histórico que la novela realiza. Un hombre que va más allá de su sombra es, más que un ser humano, un superhéroe. Pero no hacían falta superhéroes, sino hinchas. Ya habíamos configurado tal tipo de carencia.
Castelli intenta desesperada e infructuosamente recuperar a Belén de las garras del mercader, y dice: un hombre solo no va más lejos que su propia sombra . Y, siguiendo la lógica propuesta por esta frase, si algo va más allá de su sombra, no es un hombre. ¿Es un pájaro, es un avión? no, es Castelli. Justo este Castelli, tan discutidor de Perón, termina entronando un monumento a su sombra infinita. Este hombre solo, que sí va más allá de su propia sombra, del invierno y de sus contemporáneos, incluso más allá de los pocos que lo apoyan. Por supuesto. Con la frialdad que tienen las sombras y los monumentos. Este Castelli, tan discutidor de Perón, termina cada apartado de cada uno de los cuadernos con una frase que busca la inmortalidad, un gesto retórico en pose para la foto de la Historia. Ocurre un poco aquello de la locura que se vislumbraba entre Álzaga y Castelli: la novela busca oponerlos, aparecen como refractarios y sin embargo, en algún punto y a partir del propio relato de la novela, en el espejo un poco y en cierta medida se reflejan. A veces, dan ganas de bajarlo un poco a este Castelli, tan más allá, tan por encima de su propia sombra. Sin vueltas: en este punto a este Castelli, dan ganas de mandarlo a la mierda. De mandarlo a cagar.
Volvamos. Se hablaba de las estaciones del año como escenografía, como contorno del drama que se va desarrollando. Un contorno dramático. Por otra parte, además puede pensarse a la revolución a partir de las estaciones del año, lo cual la acercaría a su sentido antiguo: el vocablo latino medieval revolutio, retorno o vuelta. Resuena aquello de primavera, verano, invierno, otoño, otra vez primavera. Revolución, con su añeja carga de proceso cíclico y eterno, como el sueño de la revolución. Esta noción, lejos de negar las anteriores, se complementa con las mismas y hasta les otorga cierto basamento rítmico. Una percusión eterna: podría pensarse incluso que a un cierto tiempo la revolución sea un sueño eterno en un sentido de horizonte quijotesco; y en otro momento ulterior la revolución sea un sueño eterno en el sentido de muerte, de fin de camino. O que a un mismo tiempo, en un corte sincrónico, para algunos la revolución sea vista como el deseo, lo deseable, y para otros asuma la máscara de la parca. Pero siempre, más o menos audibles, los tambores de la revolución.
Ya en el final, transcribo una cita un poco larga, pero que necesita de toda su extensión:
Aquí, en esta ciudad y en este país, el contrato social que filosofó un licencioso ginebrino ha sido suscripto por asesinos. Aquí, el gusto por el poder es un gusto a muerte.
Siempre, escribe Castelli, que enciende un cigarrillo en la noche del día de julio que miró a un vendedor colgado de una soga y de unos palos infames. Siempre, escribe Castelli. Mira la palabra siempre, que escribió con un pulso que todavía no tiembla, y dibuja un signo de pregunta de la ese, y otro después de la e .
En este ¿Siempre? late la esperanza de ciclo, el deseo irrefrenable que anhela que lo real no sea verdadero ni racional, porque no debe ser así, tiene que ser de otra forma; esas ganas locas de dar vuelta la cosa. Y de que por fin aparezca aquella revolución que compense las penas de todos los hombres. A este Castelli no dan ganas de mandarlo a la mierda, por el contrario, dan ganas de hacerse amigo; o sí, sí dan ganas de mandarlo a cagar, pero para que se cague un poco como todos, para bajarlo del cielo y presentarle gente: esas ganas locas de hacerlo popular, de que tenga por fin una popular que le haga el aguante. Y ahí sí, los tambores tal vez no desentonen tanto. Y puedan, finalmente, hacerse sentir.