TRANE CUENTA UN SUEÑO [John Coltrane]
Es noche cerrada y estoy en medio de una plantación
enorme de algodón tocando el saxo soprano.
No hay nadie en kilómetros a la redonda y nieva
como si nunca fuera a dejar de hacerlo.
Sé que estoy en el Sur porque a pesar de que acá
jamás nieve, mis pies están encadenados a la tierra.
Los copos salen disparados cuando llegan a la boca
de mi saxo donde soplo como un desquiciado.
Pero a pesar de que toco así sólo sale un murmullo,
voces que giran en la nieve, en mi sueño, y ya no sé
si estoy tocando o más bien oyendo algo antiguo,
una mujer pidiendo que por amor
de Dios dejen de darle latigazos a su hija, la voz
de Nina Simone cantando Strangefruit, Billie
Holiday aceptando que cuando viene el amor
ya no se puede hacer nada, Malcolm X manifestando que él
odia como un negro de la plantación, Langston Hughes
proponiendo que la poesía sea como la música, B.B.
King sonriendo al decir que tocar blues es ser dos veces negro,
Frederick Douglass contando cómo escapó del Sur
y en las plantaciones los cantos de los esclavos
expresaban la más profunda tristeza y la más plena alegría,
y yo recibo estas frases de una historia poco oída en un sueño
donde hago que mi respiración sea sonido, y que el sonido
sea un soplo que le de vida a viejos terrores, a modos
de resistencia. Me encadeno a estas voces y las llevo
conmigo como en los barcos negreros a pesar del hambre
y del mareo y del maltrato, de una orilla a la otra, atravesando
el Infierno, llegó con nosotros también un ritmo,
una presencia todavía más antigua que los cuatrocientos años
de esclavitud. Y cierro los ojos y avanzo a ciegas siguiendo
las entonaciones, igual que en la iglesia metodista
de High-Point donde mi abuelo, el reverendo Blair,
predicaba y hacía que hombres y mujeres se sacudieran
en trances espirituales, despejando de sus almas al diablo
que los atravesaba de pies a cabeza, así yo me dejo llevar
hasta que de mi voluntad no queda nada más que unos
piolines electrizados. Cuando vuelvo a abrir mis ojos
estoy en un escenario en uno de esos bares perdidos
que no faltan en las giras, pero acá también nieva
y el público no quiere que toque, me silban, abuchean
a la banda, y comprendo como sólo se comprende en sueños,
que un músico negro siempre toca en una plantación
donde antes fue linchado un familiar suyo, donde
una tatarabuela vio por primera vez a los encapuchados
rodear a quien ella amaba prendiendo fuego
cruces de madera en la noche de Georgia.
Por eso yo soy en este escenario un pulso que tiembla
en el centro de los reflectores, concíente
de que tengo una alegría que sólo mi tristeza
puede comprender, y miro a mis compañeros y le digo
a Elvin con plena seguridad: "Estoy perdido. Seguime",
y arrancamos a tocar y los silbidos y toses y charlas
se apagan y llegado un punto yo dejo de oír incluso
la música que sale de mi saxo soprano
hasta que lo único que existe es el sonido de mi respiración,
como si la hubiera aguantado por años y ahora
la fuera soltando de a poco, abriendo al medio mi instrumento
como un baúl enorme de cosas perdidas
de donde recupero objetos, recuerdos, personas.
Todavía no lo puedo saber pero cuando despierte
me voy a dar cuenta de que durante todo el sueño
estuve tocando un tema que se llama Mis cosas
favoritas, una canción que habla de aquello
en lo que alguien piensa para alejar la tristeza.
Sólo que yo no pienso en ponis de colores
ni en gotas de lluvia sobre los rosales. No es esa
mi felicidad. Todavía para mí la alegría es una palabra
sin contenido, pura forma, que tengo que llenar
con pedacitos de mí, con música, y entre el envión y el salto
que sólo puede darse con la emoción, ahí debo soplar
hasta quedarme sin aire, porque la felicidad
también es un gran mareo, y ¿cómo frenar su desequilibrio?
"Vos sos parte de lo que tocas", me dice Naima
acariciándome. Naima es, por ejemplo,
una de las partes más punzantes de mi alegría.
La conocí cuando yo era un pobre tipo comido
por la heroína y el alcohol, el lugar común
de los negros de esa década, pero ella me tomó
la mano y me dijo: "vos sos parte de lo que tocas"
y separó mis dedos pegoteados para que contara
los días que hacía que no dormía, 3, 4, 5, haciendo
que le diera la razón a Miles por echarme a la mierda
del quinteto y haciendo que me diera cuenta de que
ir al correo con vergüenza a dejar un curriculum
-¿qué podría decir un curriculum mío?- para trabajar
como cartero, era dejarme vencer. "¿Qué es más revulsivo",
me dijo, "que ver a un negro amar lo que hace?
Vos vivís de respirar adentro de tu saxo. Eso es Mis cosas favoritas,
amar la alegría, su soledad, esa cosa densa que nos pierde". Entonces
empezó a susurrarme Cada vez que decimos adiós, de Cole Porter.
"¿Oís, Trane? Tu música va a la inversa. Junta todo lo que sentís
durante esa soledad para luego, en el momento de volver a abrir
los ojos, decirme finalmente, "Hola, Naima, acá estoy. Mira lo que hice".
enorme de algodón tocando el saxo soprano.
No hay nadie en kilómetros a la redonda y nieva
como si nunca fuera a dejar de hacerlo.
Sé que estoy en el Sur porque a pesar de que acá
jamás nieve, mis pies están encadenados a la tierra.
Los copos salen disparados cuando llegan a la boca
de mi saxo donde soplo como un desquiciado.
Pero a pesar de que toco así sólo sale un murmullo,
voces que giran en la nieve, en mi sueño, y ya no sé
si estoy tocando o más bien oyendo algo antiguo,
una mujer pidiendo que por amor
de Dios dejen de darle latigazos a su hija, la voz
de Nina Simone cantando Strangefruit, Billie
Holiday aceptando que cuando viene el amor
ya no se puede hacer nada, Malcolm X manifestando que él
odia como un negro de la plantación, Langston Hughes
proponiendo que la poesía sea como la música, B.B.
King sonriendo al decir que tocar blues es ser dos veces negro,
Frederick Douglass contando cómo escapó del Sur
y en las plantaciones los cantos de los esclavos
expresaban la más profunda tristeza y la más plena alegría,
y yo recibo estas frases de una historia poco oída en un sueño
donde hago que mi respiración sea sonido, y que el sonido
sea un soplo que le de vida a viejos terrores, a modos
de resistencia. Me encadeno a estas voces y las llevo
conmigo como en los barcos negreros a pesar del hambre
y del mareo y del maltrato, de una orilla a la otra, atravesando
el Infierno, llegó con nosotros también un ritmo,
una presencia todavía más antigua que los cuatrocientos años
de esclavitud. Y cierro los ojos y avanzo a ciegas siguiendo
las entonaciones, igual que en la iglesia metodista
de High-Point donde mi abuelo, el reverendo Blair,
predicaba y hacía que hombres y mujeres se sacudieran
en trances espirituales, despejando de sus almas al diablo
que los atravesaba de pies a cabeza, así yo me dejo llevar
hasta que de mi voluntad no queda nada más que unos
piolines electrizados. Cuando vuelvo a abrir mis ojos
estoy en un escenario en uno de esos bares perdidos
que no faltan en las giras, pero acá también nieva
y el público no quiere que toque, me silban, abuchean
a la banda, y comprendo como sólo se comprende en sueños,
que un músico negro siempre toca en una plantación
donde antes fue linchado un familiar suyo, donde
una tatarabuela vio por primera vez a los encapuchados
rodear a quien ella amaba prendiendo fuego
cruces de madera en la noche de Georgia.
Por eso yo soy en este escenario un pulso que tiembla
en el centro de los reflectores, concíente
de que tengo una alegría que sólo mi tristeza
puede comprender, y miro a mis compañeros y le digo
a Elvin con plena seguridad: "Estoy perdido. Seguime",
y arrancamos a tocar y los silbidos y toses y charlas
se apagan y llegado un punto yo dejo de oír incluso
la música que sale de mi saxo soprano
hasta que lo único que existe es el sonido de mi respiración,
como si la hubiera aguantado por años y ahora
la fuera soltando de a poco, abriendo al medio mi instrumento
como un baúl enorme de cosas perdidas
de donde recupero objetos, recuerdos, personas.
Todavía no lo puedo saber pero cuando despierte
me voy a dar cuenta de que durante todo el sueño
estuve tocando un tema que se llama Mis cosas
favoritas, una canción que habla de aquello
en lo que alguien piensa para alejar la tristeza.
Sólo que yo no pienso en ponis de colores
ni en gotas de lluvia sobre los rosales. No es esa
mi felicidad. Todavía para mí la alegría es una palabra
sin contenido, pura forma, que tengo que llenar
con pedacitos de mí, con música, y entre el envión y el salto
que sólo puede darse con la emoción, ahí debo soplar
hasta quedarme sin aire, porque la felicidad
también es un gran mareo, y ¿cómo frenar su desequilibrio?
"Vos sos parte de lo que tocas", me dice Naima
acariciándome. Naima es, por ejemplo,
una de las partes más punzantes de mi alegría.
La conocí cuando yo era un pobre tipo comido
por la heroína y el alcohol, el lugar común
de los negros de esa década, pero ella me tomó
la mano y me dijo: "vos sos parte de lo que tocas"
y separó mis dedos pegoteados para que contara
los días que hacía que no dormía, 3, 4, 5, haciendo
que le diera la razón a Miles por echarme a la mierda
del quinteto y haciendo que me diera cuenta de que
ir al correo con vergüenza a dejar un curriculum
-¿qué podría decir un curriculum mío?- para trabajar
como cartero, era dejarme vencer. "¿Qué es más revulsivo",
me dijo, "que ver a un negro amar lo que hace?
Vos vivís de respirar adentro de tu saxo. Eso es Mis cosas favoritas,
amar la alegría, su soledad, esa cosa densa que nos pierde". Entonces
empezó a susurrarme Cada vez que decimos adiós, de Cole Porter.
"¿Oís, Trane? Tu música va a la inversa. Junta todo lo que sentís
durante esa soledad para luego, en el momento de volver a abrir
los ojos, decirme finalmente, "Hola, Naima, acá estoy. Mira lo que hice".
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