EL MUCHACHO DE
LOS HELADOS
Diez veranos pueden convertirse
en un solo verano eterno.
Como las chapas eran de cartón
las piezas se recalentaban enseguida
y salíamos, cada tarde, grandes y chicos
como ratas por tirante
a refugiarnos bajo el único árbol
que daba sombra y frescura
en la vereda.
Allí estaba mi amigo Raulito
al que le decíamos D´Artagnan
pelando una caña flamígera
y mis primas Mónica, Ana y Marisel
trenzándose una a otra los cabellos
y un perro buldog
que pasaba de obo a maligno, indistintamente
y mamá también, bajo la resolana,
juntando las cáscaras de una sandía
destripada en segundos
y papá, para siempre,
la camisa colgando de una rama,
en cueros, mientras escuchaba una emisora de radio
que pasaba todas las canciones de moda…
No corría ni una gota de aire.
Volaban a nuestro alrededor las moscas
y dormían los pájaros carpinteros.
De doña Damasia se decía
que era una vieja depravada
porque no usaba bombacha.
Yo, mientras tanto, con el rayo laser de mis anteojos
perforaba las hojas de los árboles
o quemaba, hasta que les salía humito
(nunca hasta la muerte)
alguna que otra hormiga.
Todo hubiera seguido
en esa calma chicha, si a lo lejos
no se hubiera escuchado el silbato
del heladero.
* * *
Ahora los heladeros pasan
cada muerte de obispo,
uno distinto cada vez, pero entonces
era el mismo carrito tornasolado
y el mismo muchacho
sonriente.
Se estacionaba al lado del árbol.
La brea y el cemento
Ardían como una olla al sol.
Después de quitarse la gorrita,
con un pañuelo o el dorso de la mano
se enjugaba el sudor
que le caía a chorros sobre la frente;
abría la tapa de su heladera ambulante
y nos daba esos copos
de agua empalagosa
en pequeños cucuruchos que saboreábamos
hasta el final.
Descalzos
saltábamos como monitos
alrededor de ese árbol de agua
fría como la nieve.
Papá se acercaba hasta el muchacho
recién cuando la repartija
había terminado y nuestras lenguas
ávidas o morosas
se extasiaban con los cubitos de frutas.
Nunca llevaba su billetera.
Tenía una cadena de oro
con una medallita de la virgen
colgando del cuello, un short azul y unas ojotas
que siempre quedaban por ahí…
Hablaba con el muchacho de los helados,
y se reían.
Diez veranos iguales, eternos
habrán sumado una deuda
si no fatal, bastante estrepitosa.
Pero el muchacho de los helados
no parecía fastidiarse nunca
y tenía para conmigo
una inusual deferencia.
¿Qué le decía?
“Ese que ves ahí,
tan inofensivo como parece,
ahora mismo nos mira a los dos
con una cámara fotográfica
que guarda sombras,
y un día, estoy seguro, con los helados
hará un lindo poema
en donde vos y yo nos reímos
incansablemente
como dos niños congelados
por el amor y el tiempo.
Y hasta quizás, quién te dice,
Se anime y lo titule: Oda
al muchacho de los helados.”
Mi papá
era capaz de hacer
cosas así, y peores.
Después le daba una palmadita en el hombro
y lo despedía.
El muchacho se alejaba
calle arriba o calle abajo
-no importa-
pedaleando sobre el carrito tornasolado
como sobre una nube de vapor.
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