lunes, 21 de septiembre de 2015

Ángela Guardione


EL GORDO LORENZO (Cuento)

Aquel día el gordo Lorenzo se despertó diciendo: – ¿Hasta en esto soy diferente? Cuando todos festejan un día feriado porque pueden estar en casa sin nada que hacer, yo festejo ese algo que hacer.

Nadie trabaja un feriado en San Genaro, menos si se conmemora el día del trabajador. Por eso cada primero de mayo lo llaman al gordo Lorenzo del cuartel de bomberos, para atender el teléfono y hacer sonar la sirena en caso de ser necesario.

El gordo Lorenzo no trabajaba, no porque no quisiera sino porque no había ocupación para él en su pueblo, donde las únicas actividades posibles eran el cultivo de arándanos y su recolección. Estaban quienes se ocupaban de medir las plantas; quienes de pronosticar cuántos arándanos daría cada una; también los encargados de proteger los arándanos del viento, de las heladas y de los pájaros. Todos tenían su especialidad; pero Lorenzo, por el tamaño de su cuerpo, no podía hacer nada.

El gordo no tenía familia, era hijo único y sus padres habían muerto a causa de la vejez. En San Genaro se muere de viejo siendo joven. La vida en ese pueblo es corta pero alcanza para vivir lo que hay para vivir. Tampoco estaba casado, y sabía que iba a morir sin esposa que le cocine. Según sus investigaciones, los censos realizados en los últimos 50 años daban para San Genaro un número impar de habitantes. Sentía que había nacido equivocadamente; no porque creía en algo divino, o en las energías, o en la media naranja, sino porque aplicaba matemática pura: él era el número impar destinado a la soledad.

En San Genaro todas, absolutamente todas las personas tenían relación entre sí. O se era amigo, o se era enemigo. Aunque para los sangenarenses las relaciones podían cambiar en el transcurrir de una noche. La razón era el exquisito Mirtilo, un licor que recibían como parte de pago de las cosechas y que estaba preparado con los mismos arándanos que ellos producían.

Nunca se sabía con exactitud qué día llegaba el camión cargado de licores, pero apenas se veía venir por el largo y serpenteante camino de tierra, comenzaba el murmullo y el movimiento. En pocas horas se organizaba el festejo: comida, guitarra, baile y al cabo de varias horas borrachos todos. Hasta los niños y los perros tomaban esos días. En el gran revoltijo el enemigo se volvía de nuevo amigo y viceversa. Surgían nuevas parejas, nuevos negocios, nuevos bebés. Todo sucedía en esas noches menos para el gordo, que era tan bonachón que ni siquiera ese día se volvía enemigo de alguien. Todos lo consideraban un amigo, sea por afecto o por lástima, pero amigo al fin.

Salvo esos pocos días de fiestas, el resto era pura rutina. Y comer era el único placer para Lorenzo. Un amigo que había tenido la posibilidad de viajar varias veces a la capital, le contaba al gordo de la película “La gran comilona” y le decía que él iba a terminar así, reventando de tanto comer. Y el gordo no le respondía pero lo escribía en sus papeles: sería la muerte más sublime.

Así como encontraba placer en la comida, encontraba desahogo en la escritura. No es que no tenía amigos con quien conversar, pero hay ciertas cosas que, por temor a la burla, los hombres de San Genaro no cuentan. Claro que cada hombre tenía una mujer, y a las mujeres sí se les cuentan las cosas. Lorenzo sabía que una esposa además de ser una cocinera, era una confidente. Con lo cual él no tenía ni cocinera ni confidente. Lo primero lo solucionaba poniendo las manos en la masa y lo segundo escribiendo en hojas sueltas que cada tanto empaquetaba y guardaba.  Y gracias a esas hojas yo conocí al gordo; hombre sensible y querible, con quien hubiese sido lindo cruzarse en vida. Y lo conozco así, por un intercambio; llevando papas y batatas a San Genaro y trayéndome una pintoresca cómoda de madera llena de papeles, que los pueblerinos ofrecían junto a otros muebles de un fallecido sangenarense de 62 años. Causa de muerte: para algunos, vejez; para otros, indigestión.

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