jueves, 10 de octubre de 2013

En isla - La peti




Mosquitos

Esto pasa cuando vamos a dormir: ellos se acercan, cuentan un secreto, se van. Vuelven.

Hubo una época en la que no estaban, pero cuando cortaron los árboles aparecieron. Con cada rama y hoja que caía ellos se despertaban. Estaban escondidos, durmiendo, esperando a que alguien los llamara a su vida de mosquito.

A veces ponemos espirales o prendemos maderas para que el humo los espante. Pero siempre vuelven. Resisten. Tal vez es su modo de decirnos que quieren habitar este espacio. Les sacamos los árboles donde dormían y con la madera hicimos nuestras casas.

La madera tiene su propia memoria, sabe que una vez fue árbol. Tiene huellas impresas, todo en ella dice que antes de ser un trozo inmóvil tuvo vitalidad.

La madera de esta casa respira, se mueve. Cada tanto se la escucha crujir. Algunos piensan que es el viento que las mece y le hace decir cosas, yo creo que está llamando a sus mosquitos. Quiere recuperarlos, no porque los extrañe, sino para recordar que es madera de árbol, que tuvo esas vidas pequeñitas viviendo en ella.

Los mosquitos responden a su llamado, vienen hordas de mosquitos, salen de cualquier lugar. Emergen del pasto y cuando baja la tarde se acercan a recuperar su antigua casa.

Llega la noche y vamos a dormir, ellos persisten. Se acercan, hablan en zumbidos que no comprendemos, cuentan secretos que no estamos dispuestos a escuchar. Si pudieran tener voz humana, ¿qué dirían? ¿que les voy a responder si alguna vez me preguntan si estoy dispuesta a irme y devolverles la madera que les quité?


*  *  *  *  *


Cuando las barcas se cruzan


I.


A cierta hora de la tarde hay una barca que va y otra que regresa. Los pasajeros que viajan en ellas siempre se saludan, esa es la rutina. Pero puede pasar que a veces dos barcas se crucen y cambien el curso de los acontecimientos.

Hoy, por ejemplo, cuando las barcas se cruzaron dos personas chocaron sus miradas. Cada una se había sentado en el mismo lugar, en espejo; se vieron y nadie percibió que dos vidas estaban a punto de cambiar.

Empezaron a tomar las barcas todos los días para verse en ese momento de cruce mágico. Pero no siempre coincidían, a veces una barca iba a un ritmo más lento y otra más rápido, entonces no había detención en el mismo momento, ni segundos concedidos a las miradas.

Sus vidas cambiaron, ahora no vuelven a tomar la barca sin antes prepararse, sin esperar la llegada del otro.


II.

Hubo también un viaje, especial: cuando las barcas se cruzaron dos mujeres idénticas se reconocieron. Ni siquiera tuvieron tiempo de decir una palabra, sólo pudieron señalarse y quedar con la boca abierta. Estaban vestidas iguales, llevaban el mismo peinado, tenían los mismo anteojos puestos. ¿Era algún reflejo extraño?, ¿es posible que cada uno tenga su doble dando vueltas por ahí?

Cosas así suceden a menudo cuando las barcas se cruzan.



*  *  *  *  *


Isla

Desde que llegué el tiempo se detuvo, dejó de contar. La isla ejerce una extraña atracción sobre las cosas, como si liberara hechizos mágicos acá y allá y no pudiéramos hacer nada para conjurarlos.

Si estoy más de cinco días sin salir ya no estoy, permanezco. La isla absorbe, atrapa. No deja ir.

Hoy pensé en otra posibilidad: soy yo la que no deja ir a la isla. Quienes viven acá hunden la tierra con su peso, no quieren que se siga desprendiendo hasta irse flotando. Obligamos a la isla a permanecer, a que siga siendo isla.


Textos pertenecientes al libro En Isla, Editorial Tocoymevoy, 2013.

lunes, 30 de septiembre de 2013

Charles Baudelaire


Los ojos de los pobres

¿De modo que quieres saber por qué te odio hoy? Te será, sin duda, más difícil entenderlo que a mí explicártelo, pues creo que eres el más bello ejemplo de impermeabilidad femenina que cabe encontrar.
Habíamos pasado juntos una larga jornada que me resultó corta. Nos habíamos prometido que nos comunicaríamos todos nuestros pensamientos el uno al otro y que en adelante nuestras almas serían una sola; claro que este sueño no tiene nada de original, como no sea que ningún hombre lo ha visto realizado, aunque todos lo hayan concebido.
Al anochecer, como estabas algo cansada, quisiste sentarte en la terraza de un café nuevo que hacía esquina con un bulevar también nuevo y todavía lleno de escombros, que ya mostraba su esplendor inacabado. El café estaba resplandeciente. Hasta el gas del alumbrado desplegaba todo el fulgor de un estreno e iluminaba con toda su fuerza las paredes de una blancura cegadora, las superficies deslumbrantes de los espejos, los dorados de las molduras y cornisas, los mofletudos pajes arrastrados por perros con correas, las damas sonriendo al halcón posado en el puño, las Hebes y los Ganímedes ofreciendo con los brazos extendidos un ánfora con jaleas o un obelisco bicolor de helados con copete; toda la historia y toda la mitología puestas al servicio de la glotonería.
En la calzada, justo delante de nosotros, se había plantado un buen hombre de unos cuarenta años, con cara de cansancio y barba entrecana, que llevaba de una mano a un niño, mientras sostenía en el otro brazo a una criaturita demasiado pequeña para andar. Estaba haciendo de niñera y llevaba a sus hijos a tomar el fresco de la noche. Todos iban andrajosos. Los tres rostros estaban extraordinariamente serios y los seis ojos contemplaban fijamente el café nuevo, con igual admiración, aunque diversamente matizada por la edad.
Los ojos del padre decían: “¡Qué precioso, qué precioso! Se diría que todo el oro de este pobre mundo se ha concentrado en esas paredes”. Los ojos del niño exclamaban: “¡Qué precioso, qué precioso!, pero ése es un sitio donde sólo puede entrar la gente que no es como nosotros”. En cuanto a los ojos del más pequeño, estaban demasiado fascinados para no expresar más que una alegría estúpida y profunda.
Dice la letra de una canción que el placer hace a las almas buenas y ablanda los corazones. Por lo que a mí se refería, la canción tenía razón esa noche. No sólo me había enternecido aquella familia de ojos, sino que me sentía un tanto avergonzado de nuestros vasos y de nuestras jarras, mayores que nuestra sed. Había dirigido mis ojos a los tuyos, amor mío, para leer en ellos mi pensamiento; me había sumergido en tus ojos tan bellos y tan extrañamente dulces, en tus ojos verdes, habituados por el capricho e inspirados por la luna, cuando me dijiste: “¡No soporto a esa gente con los ojos abiertos como  platos! ¿No puedes decirle al encargado del café que los eche de ahí?”
¡Hasta qué extremo es difícil entenderse, ángel mío! ¡Hasta qué extremo es incomunicable el pensamiento, incluso entre aquellos que se aman!

jueves, 12 de septiembre de 2013

Bertolt Brecht



Preguntas de un obrero que lee 

¿Quién construyó Tebas, la de las Siete Puertas? 
En los libros figuran sólo los nombres de reyes. 
¿Acaso arrastraron ellos bloques de piedra? 
Y Babilonia, mil veces destruida, ¿quién la volvió a levantar otras tantas? 
Quienes edificaron la dorada Lima, ¿en qué casas vivían? 
¿Adónde fueron la noche en que se terminó la Gran Muralla, sus albañiles? 
Llena está de arcos triunfales Roma la grande. Sus césares ¿sobre quienes triunfaron? 
Bizancio tantas veces cantada, para sus habitantes ¿sólo tenía palacios? 
Hasta la legendaria Atlántida, la noche en que el mar se la tragó, 
los que se ahogaban pedían, bramando, ayuda a sus esclavos. 
El joven Alejandro conquistó la India. ¿El sólo? 
César venció a los galos. ¿No llevaba siquiera a un cocinero? 
Felipe II lloró al saber su flota hundida. ¿Nadie lloró más que él? 
Federico de Prusia ganó la guerra de los Treinta Años. ¿Quién ganó también? 
Un triunfo en cada página. ¿Quién preparaba los festines? 
Un gran hombre cada diez años. ¿Quién pagaba los gastos? 
A tantas historias, tantas preguntas. 

miércoles, 4 de septiembre de 2013

Poemas de Víctor Koprivsek


Escritos sobre servilletas de papel en la mesa de cualquier bar

Pido toros bravos por mi calle.
No bueyes tristes, rumiantes repetidores, bestias doblegadas.
Pido toros hartos de matanzas, furiosos por la estirpe sometida.
Toros que echen espuma por la boca, que abran surcos
con la pata izquierda antes de la embestida final,
que levanten polvaredas a la muerte.
Pido toros dignos por mi calle.
No bueyes tristes.
Maldigo al ganado obediente a tanto pastizal.



Apenas soplo

Somos como desesperadas hojas
enredadas en el silencio
arremolinaciones de humo
que el viento empuja.
Existe el infierno en la propia brizna
que nada dice.
Porque falta Dios en lo bajo.
Veo risas con enormes dientes
que festejan la jornada de mi calle.
Un relámpago de ira cruza por mis ojos
agitando una bandera negra,
decapitando miedos.
Digo que estoy solo cuando olvido.
También he muerto en el último otoño.
Ahora otra vez el desconcierto
poco a poco va templando con duro golpe
cada nueva herida.
Pero el dolor viejo no se va,
y la derrota será grito el día de los truenos.
Estoy cansado de mis palabras,
me están pesando en la noche.
Dime ¿conoces este insomnio?



Bolivia

Las horas que se alargan en la siesta.
El tranquilo sendero de la noche.
El ritmo acompasado de la mañana.
Como agua que ocupa mansamente la vasija
fui expandiéndome en la dimensión de un tiempo distinto.
Desconozco el momento en que olvidé la rápida rutina
que arrebata como un remolino furioso
los silencios de la tierra.
Ahora escucho otra voz.



La noche en Samaipata

Un silencio amigo desciende sobre las casas.
Un silencio hecho de caminos
que acarician montañas con peligrosa delicia.
Un silencio hecho de montañas
recostadas sobre el perfil de los pueblos.
La calma infinita de las noches de Samaipata
tiene dos altos senderos:
dejarse dormir arropado en la ajena quietud
o lanzarse al abismo interminable de los pensamientos.
En el día salen manos que te sujetan con delicada firmeza
y te convidan a escuchar el murmullo fraternal de la tierra,
esa canción.



El viejo

Era áspero y seco el camino.
Era pampa el paisaje.
Una música mineral silbaba
entre los espinillos.
La tierra en el viento
decía las horas del mundo,
los años de la historia,
el tiempo.
La gracia de los eternos movimientos
que articulan el crepúsculo,
prolongaba la belleza de la tarde.
Entonces el viejo llegó hasta el árbol
y dijo:
-Te ha tocado en suerte una útil tarea,
procura la verdad en la tierra que tocas.



Buscar el poema

Buscar el poema
hundirme en el entrañable laberinto.
Hay que dejar pasar las horas, sí.
Hasta que el mismísimo tiempo
pierda su ámbito, su espacio.
Dejarlo caer hasta que pierda
su peso, su consistencia.
Acaso valga esta insaciable sed
la distancia y el desconcierto,
el cansancio de andar,
la espera en un lugar desconocido,
la soledad absoluta.
La nada puede ser un buen comienzo,
un buen agujero donde meter la mano
y buscar.




Víctor Hugo Koprivsek, poeta de Derqui, Provincia de Buenos Aires, Argentina.

domingo, 25 de agosto de 2013

Hombre de color


Querido hermano blanco:

Cuando yo nací, era negro.
Cuando yo crecí, era negro.
Cuando me da el sol, soy negro.
Cuando estoy enfermo, soy negro.
Cuando muera, seré negro.

Y mientras tanto, tú...
Cuando nacistes, eras rosado.
Cuando crecistes, fuistes blanco.
Cuando te da el sol, eres rojo.
Cuando sientes frío, eres azul.
Cuando sientes miedo, eres verde.
Cuando estas enfermo, eres amarillo.
Cuando mueras, serás gris.

Entonces, ¿cual de nosotros dos, es un hombre de color?


Léopold Sédar Senghor, poeta Senegalés, 
rescatado en el libro "Los hijos de los dias", de Eduardo Galeano.

viernes, 23 de agosto de 2013

Jorge Luján



















 Te dejo, le dijo la hoja al árbol.
Te dejo caer, le dijo el árbol a la hoja.
Déjalos que hablen, le dijo el viento a la calle.

       *   *   *   *   *   *   *



















Hoy comencé a vivir yendo hacia atrás,
por ninguna razón en especial,
para ver de frente el paisaje opuesto,
para meterme detrás del espejo,
para desaprender lo que distrae
o para ser de nuevo nuevo
y empezar otra vez hacia adelante.

       *   *   *   *   *   *   *



















Consiste en esto:
Dar algunos pasos,
probar los alimentos y el vino,
compartir la palabra
y a veces el lecho,
soñar,
entrever el misterio
y tener que partir.


Fuente: www.jorgelujan.com


sábado, 13 de julio de 2013

Lucas Soares


la coronita plateada
que me pusieron en tercer grado
para tapar un diente
partido al medio
por un compañero
que me tiró de la pierna
mientras estaba sentado
en la parte de arriba
de una cama cucheta
dar de frente contra el piso
el paso del tiempo
la coronita
se aflojaba
se me salía
me la volvía a poner
despegándose a veces
en los momentos más inoportunos
como ese día en que te invité a salir
la chica más linda de tercer grado
yendo al cine juntos
de la mano de tu mucama
cruzando la 9 de julio
la coronita se afloja
se cae al piso
el semáforo en verde
ya no hay tiempo
para recogerla
los autos se nos vienen encima
desde la vereda
veo pasar las ruedas
por encima de la coronita
te mentí que se me había
caído algo
para ir a buscarla
en medio de la avenida
toda abollada
la coronita
abrirla con las uñas
y volver a colocármela
para entrar al cine
toda la película
tocándome
la coronita
rozando con el pulgar
sus contornos abollados
desde ese día me cuesta
recién ahora te lo digo
reírme de una mujer

Del libro Mudanza (Paradiso, 2009). Lucas ha publicado recientemente un nuevo poemario, Roña (Ediciones Vox).