viernes, 6 de noviembre de 2015

Paola Klug





De Paola Klug, puede decirse lo que ella dice de sí misma: "Mi nombre es Paola Klug y soy una escritora mexicana. (Tecolutla, Ver., 1980). Empecé a escribir cuentos desde que era adolescente pero no fue hasta el año 2011 que Cihuanahualli -uno de ellos- fue publicado por la extinta editorial independiente Under EdicionesA partir de ese momento, fui invitada a colaborar en varias antologías, revistas, diarios y publicaciones; tanto impresas como digitales en México y en otros países de habla hispana. Me apasionan las culturas prehispánicas y las distintas identidades culturales del mestizaje; soy una orgullosa hija de las tres raíces de México. Me encanta el café, el tabaco y las tardes lluviosas; siento un apego particular a las montañas, los cerros y los bosques. Las brujas y la mitología universal son dos de mis más grandes obsesiones"Aquí, un cuento y dos poemas en prosa.



K’umanchikua

Dicen que cuando K’umanchikua nació, la lluvia cayó fuerte e intensa por toda la montaña. Los grandes pinos y las piedras más grandes en lo alto de aquél lugar recibieron la visita de los niños de los truenos y las tormentas.
La noche olía a lluvia, pero también a madera quemada, tila y sal; al amanecer, Don Leandro agarró camino hacia la montaña, la lluvia que había caído durante toda la noche le había caído como regalo del cielo.
Llevaba colgada en su espalda un par de ollas de barro que él mismo había hecho años atrás. En ellas cargaría lo que la montaña le había obsequiado. Caminó entre los cedros y las cortezas quemadas por los niños de la lluvia, la mayoría aún humeaba por la chamuscada. Puso sus ollas sobre la hierba húmeda y comenzó a llenarlas de fango.
Don Leandro creía firmemente que el lodo dado naturalmente por la montaña daba a sus criaturas el elemento necesario para hacerlas perdurables; una vez que ambas ollas quedaron repletas de lodo, aquél hombre se las colocó sobre la espalda nuevamente y caminó hacia su casa -no sin antes juntar una buena cantidad de ramas que la tormenta había arrancado de los árboles-.
Una vez en su hogar, Don Leandro colocó las ollas sobre su mesa y se dispuso a trabajar; el día entero lo pasó modelando el barro con la flor de tule y el agua del arroyo; al caer la noche y antes de ir a dormir abrió la ventana para que la luz de la luna que flotaba en lo alto del cielo bendijera a sus creaciones. Un día después, mientras colocaba en su horno las ramas recogidas en la montaña, dejó secando al sol todas aquellas figuras que durante el día anterior había moldeado. Justo cuando la tarde caía colocó de una a una sus creaciones sobre Kurhikua, el padre fuego; las cubrió con ramas y las dejó reposar toda la noche sobre el carbón.
Al amanecer hizo sonar el barro del que estaban hechas con sus dedos, asegurándose de que eran sólidos y fuertes  –como la montaña y como él-.
Uno a uno fue pintándolos con hermosos y vibrantes colores: coyotes con alas, peces con trompa de elefante, jaguares con pico de quetzal, burros con orejas de conejo, una guacamaya con cara de sapo y muchas cosas más. Don Leandro estaba contento de mirar el segundo nacimiento de sus alebrijes, del primero, sólo la montaña, la lluvia y sus niños habían sido testigos.
Continuó dándoles color hasta que sólo quedó uno en la canasta. Era un dragón, lo pintó de morado y colocó en su cuerpo varias manchas blancas, sus cuernos serían dorados como el sol acariciando el trigal y sus alas verdes y ocres como la montaña en el ocaso, sin embargo cuando acabó de pintarlo notó que algo había pasado: uno de los cuernos del dragón se había roto con el toque de sus manos.
Don Leandro estaba decepcionado.
-K’umanchikua -como llamó al alebrije- no es  fuerte ni sólido como sus hermanos.
Cansado y malhumorado dio una bocanada a su cigarro y colocó al dragón sobre la mesa.
-En la mañana tendré que deshacerme de él, nadie se interesaría jamás por un alebrije roto en el mercado. K’umanchikua no será de utilidad para mí –dijo en voz alta.
Poco después Don Leandro se fue a la cama y cerró los ojos para no abrirlos más.
Aquella noche volvió a llover, los relámpagos iluminaban con sus luces azules, rosas y rojas
la montaña. El agua fluía a cántaros desde todas las direcciones y los niños de la lluvia volvieron a bajar.
Janikua y Japonda eran los más traviesos; no sólo les gustaba estrellarse uno con el otro entre las piedras o las copas de los árboles, sino de vez en cuando les daba por visitar las casas. Su cuerpo era de agua y de viento, sus voces susurros de río y la vida en su corazón fluía como la marea del lejano océano.
Janikua y Japonda tenían prohibido acercarse a los humanos sin embargo ellos no eran obedientes y cada vez que la Madre Lluvia se descuidaba, ellos se colaban entre la paja tejida que hacía de techo en los trojes; algunas veces mojaban la leña, otras las faldas sabalinas, los sombreros de petate o los bordados de las mujeres; sin embargo lo que  Janikua y Japonda hallaron en la casa de Don Leandro no lo habían visto en ningún otro lugar:
Había criaturas tan mágicas como ellos desperdigadas en todo el lugar. Cada una llevaba en su cuerpo de barro el toque de la lluvia y en sus miradas traviesas la misma luz que ellos llevaban en su corazón. Janikua y Japonda estaban emocionados por ver los colores del arcoiris plasmados sobre aquellos pequeños cuerpecitos y estaban tan sorprendidos que no se dieron cuenta de que habían pasado demasiado tiempo en aquél lugar; y adonde van los niños de lluvia, la lluvia llega, y en un santiamén sin haberlo querido así, las paredes del troje de Don Leandro fueron derrumbadas por el agua que bajaba de la montaña sin darles tiempo de nada. El agua se lo llevó todo, las ollas de barro, las pinturas, las criaturas que con tanto esmero había creado y sí, también se llevó a Don Leandro.
No hay palabras que puedan describir la tristeza que Janikua y Japonda sentían, fueron con la Madre Lluvia y se disculparon mil veces: ella se los había advertido ya, era por esto que no podían acercarse a los humanos.
Janikua y Japonda dejarían de ser niños de lluvia y se convertirían en los niños de la tierra; a partir de ese momento deberían cuidar y resguardar a la montaña y a todos los seres que vivieran en ella.  Los cuerpos de Janikua y Japonda dejaron de ser de agua y tomaron la forma, color y textura de la tierra; fueron moldeados por la montaña de la misma forma que Don Leandro había formado a sus alebrijes. En sus cuerpos estaba la raíz, el agua, la tierra y la hojarasca.
Caminaron durante días y noches enteras conociendo su nuevo hogar, y fue allí entre el lodo, las ramas y las raíces secas de un cedro que se encontraron a K’umanchikua. El dragón morado había sobrevivido el embate del agua y la tierra de la montaña.
Janikua y Japonda corrieron con K’umanchikua entre sus manos y lo lavaron en el agua cristalina del arroyo, limpiaron sus alas, sus patas y su pequeño cuerno amarillo. Estaban felices de saber que algo de aquella terrible noche había sobrevivido y K’umanchikua a su vez también estaba feliz de haberlo hecho.
Después de todo él se había roto primero y la herida que le provocó Don Leandro con sus palabras fue más dura que la que le provocó con sus manos; sin embargo lo hizo más fuerte que él y que sus propios hermanos. Las fisuras dentro y fuera de nosotros nos dan fortaleza; un ser sin heridas es vulnerable en el mundo, un ser que desprecia las heridas de otros también lo es; al final K’umanchikua, el alebrije roto, era el único que había perdurado.
Janikua y Japonda lo llevaron consigo por toda la montaña haciéndolo su amigo; eran los rotos,  los desobedientes y los rechazados los que ahora conformaban el corazón de aquella hermosa montaña que a partir de esa mañana se llenó de la magia más pura y colorida de aquél místico lugar.
Solo de vez en cuando, cuando subo a la montaña he podido ver a K’umanchikua tomar el sol con la panza sobre las piedras mientras los niños de tierra, sus nuevos hermanos, cantan la canción de la lluvia tirados sobre la hierba.


Otoño

Nos prometimos un otoño, un racimo de hojas secas, el primer baile frente a la fogata. Nos prometimos la última lluvia antes de que noviembre llegase.
Nos prometimos los rayos del sol entrando por la ventana, los reflejos ocres sobre el agua del río y también las manos tibias -entrelazadas-.
En la promesa había un cercado de madera, lámparas de aceite y docenas de tazas de café.
No prometimos una eternidad, era un instante, una estación, un resoplo en los pulmones del mundo.
Nos prometimos nuestro propio altar, un par de almohadones y las calles vacías; un árbol y una cascada, un cruce de historias, un solo final.
Nos dimos diciembres, un bouquet de naturaleza muerta, el hielo cayendo desde las tejas.
Nos dimos tardes pálidas, noches frías, una curva en la cual desbarrancarnos, la asfixia y la soledad. Nos dimos silencios y después puñales, susurros al viento y lágrimas de culpa y vergüenza.
Nos dimos una carretera oscura, paisajes inconclusos, el humo del tabaco impregnado en cada adiós.
Y había poesía, dioses antiguos caminando a nuestro lado en aquél yermo espacio. Música de orquesta cubriendo nuestros pasos cual si fuese niebla.
Nos prometimos a nosotros mismos -como si la existencia nos perteneciera-,  nos prometimos el cristal, siendo acero, nos prometimos la verdad siendo ilusión.
Y allí estaba a nuestros pies ese mundo imaginario arrastrándonos con su pesada ancla al pasado; allí adonde no fuimos, allí adonde nos encontramos.


Léeme

Léeme bajo la lluvia, cambiemos de escenario. Ven, como si nuestros encuentros fueran usuales, como si no fuéramos a desaparecer.
Léeme, como si fuera una de las historias que nos contábamos mientras el viento cantaba para nosotros; léeme como la niebla a nuestros corazones y después pronuncia mi nombre lentamente, susurra las palabras prohibidas, escribe sobre mi cuerpo aquello que nunca decimos.
Léeme como si fuera un libro, como si no escondiera entre mis páginas  algunos capítulos, como si supieras todo sobre mi. Y después de leerme colócame entre el agua fría para que la tinta se humedezca y fluya en la corriente hacia el sur, hasta perderse entre las rocas.
Léeme como si no fuera un mal poema, uno incompleto, sin métrica ni ritmo; como si la luz que brilla en mi jamás fuera a terminarse. Después arranca mis páginas, no llores sobre ellas; déjalas arder en el fuego mientras recuerdas lo que fui.
Léeme sin recuerdos hasta que el tiempo de una vuelta más, hasta que las estrellas caigan sobre nosotros, hasta que olvides la primera vez. Y cuando el fuego haya consumido las palabras añejas escribe nuevas historias, invéntanos un nuevo final en papel maché  en donde no haya que pedir perdón, ni que maldecirnos mutuamente. Escribe sobre ti mismo, confiesa por qué el dolor escapa por tu mirada. Léeme sin acentos, ni puntos, ni comas. Léeme sin dormir, con la voz tranquila, sin tragedias atoradas en la garganta; Léeme y quédate quieto mientras acabas tu cigarro y después de que hayas acabado de leerme, arroja con dulzura el libro por la ventana.


lunes, 26 de octubre de 2015

Juan Gelman




escrituras

la casa del administrador de la mina de wolfram
la boca de la mina de wolfram
el arroyo para lavar el wolfram y algunos ranchos
eso es todo esa es La Carolina

San Luis es chico y La Carolina está en San Luis
La Carolina es chica
treinta mineros sacan el wolfram
con sus lámparas de carburo escriben mensajes en las paredes de cada socavón

encima de la tierra ¿se puede leer lo que hay escrito debajo de la tierra?
¿se pueden leer los mensajes de La Carolina?
"cuidado no sacar más mineral hasta que apuntalen" dice uno
"josé hay que seguir mañana por este socavón"

pero arriba ¿se puede leer?
¿hay quien lee los mensajes que escriben los mineros de abajo?
¿se pueden leer verdaderamente esos mensajes?
"Perón es nuestra única esperanza" dice uno

San Luis es chico y La Carolina está en San Luis
La Carolina es chica
treinta mineros sacan el wolfram
¿alguien los lee? ¿los leen encima de la tierra?

ellos escriben aunque nadie los lea
escriben en las paredes de la mina
escriben con sus lámparas de carburo
escriben bajo la noche profunda


Del libro Interrupciones I

viernes, 16 de octubre de 2015

Luciana Reif



Cuando mi hija con su cepillo de pelo nuevo
le pregunte a su abuela si la puede peinar,
cuando tome entre sus manos el pelo de mi mama
y lo acaricie con el peine desde el cuero cabelludo
hasta las puntas, desenrede lo que es necesario
desenredar, se detenga con cuidado en los nudos
más enmarañados y despacio los desarme para que vuelvan
con el resto del cabello a caer en línea recta;
yo me preguntaré si son estas las raíces que nos unirán
al suelo materno, el pelo lacio y elástico
de todas las mujeres de mi familia.
Yo también peinaba a mi abuela, mientras ella tomaba mates
en el sillón del living, yo me subía a una silla
para poder alcanzar con el cepillo a jugar con su pelo,
hacía y deshacía a mi antojo, trenzas de princesas guerreras,
amazonas enormes capaces de dar la vida por los suyos,
colas de caballos indomables que cuidan a sus potrillos
pero les enseñan también a galopar lejos del potrero que les dio alimento.

* * * * *

Ese mediodía vino la abuela a almorzar a casa

Ese mediodía vino la abuela a almorzar a casa
desde que está en el geriátrico cada tanto viene de visita
yo llegué un poco más tarde y me senté junto a ella
su impecable vestido, sus ojos enormes que miran al cielo
y su boca torcida por los antidepresivos.
Apenas me vio me agarró la mano besándola con fuerza
y se la llevó a su pecho
papá seguro le contó que me separé
al rato hablé con mi viejo y me dijo que sí
un alivio porque yo no hubiera podido  largar esa noticia
frente a los ojos de mi abuela
que absorben y refractan todas mis emociones
me siguió mirando y me dijo sos preciosa un sinnúmero de veces
mi mano aferrada a la suya contra su pecho como un ancla
sintiendo el latido de su corazón, el tic tac de esa maquinaria
que estando tan cerca de la muerte, me enseña
cómo podemos seguir viviendo.


Inéditos, forman parte de un libro de próxima aparición (a estar atentos!)

viernes, 9 de octubre de 2015

Rodolfo Kusch



SIN MAGIA PARA VIVIR
  
  Uno de los motivos por los cuales rechazamos el altiplano, estriba en que allá se cree en la magia, y nosotros aquí en Buenos Aires, ya no creemos en ella. Somos extraordinariamente realistas y prácticos, por cuanto creemos en la realidad.

  ¿Y qué es realidad para nosotros? Pues eso que se da delante de uno: las calles, las paredes, los edificios, el río, la motaña o la llanura. Todo esto no se puede modificar, porque no puedo cambiar de lugar una casa, ni alterar la orientación de una calle, ni puedo traspasar diagonalmente una manzana para llegar a mi hogar, ya que mi cuerpo es mucho más endeble que las paredes. La realidad indudablemente se impone porque es dura, inflexible y lógica. Más aún, es una especie de punto de referencia para nuestra vida, porque, cuando andamos mucho en las nubes, viene una persona práctica y nos dice: "hay que estar en la realidad".

   Y si no lo hacemos, se nos invoca la ciencia. Ella es la teoría que da una rara concreción a la realidad de tal modo que, no sólo ésta se refiere a las paredes y a las piedras, sino también a otros órdenes. Hay una ciencia económica para nuestros sueldos, otra para la política, otra para nuestras aspiraciones profesionales, otra para nuestros impulsos. Y todo es realidad, aunque "científica". La realidad es entonces como un mar de plomo, que abarca un sin fin de sectores, y en el cual debemos desplazarnos con cuidado.

    Pero un día estamos tranquilos en nuestra casa, y viene un amigo y nos trae la noticia de que en la esquina hay un plato volador. ¿Y nosotros qué decimos? Pues ver para creer. De inmediato pensamos salir corriendo, claro está doblando prudentemente las esquinas para llegar al lugar donde se depositó el extraño artefacto. Ahí lo veremos, y luego creeremos. La realidad coincide con las cosas que se ven.

  Pero podría ocurrir que no saliéramos corriendo, y le dijéramos a nuestro amigo: "¿Me vas a hacer creer que se trata de un plato volador?" Y el amigo nos respondiera: "Todo el mundo lo dice". Es curioso, ya lo dijimos, por una parte yo le hago notar al amigo que él me tiene que hacer creer, y por la otra, él se confabula con todo el mundo, o sea con los seis millones de habitantes de Buenos Aires, para que yo le crea. Y esto ya no es ver creer, sino al revés: creer para ver. A veces tengo que ver la realidad para creer en ella, otras veces tengo que creer en la realidad para verla. Por una parte quiero ver milagros para cambiar mi fe, y, por la otra, quiero cambiar mi fe para ver milagros.

   Por eso, podemos creer en la realidad y en la ciencia, pero nos fascina que un hechicero del norte argentino haga saltar el fuego del fogón, para hacerlo correr por la habitación. También nos fascina que en Srinagar, en la India, algún guru o maestro realice la prueba de la cuerda, consistente en hacerla erguir en el espacio y en obligar a ascender por ella a un niño, quien probablemente nunca más volverá a descender. Y también nos fascinan los malabaristas en el teatro, porque hacen aparecer o desaparecer cosas, o seccionan a un ser humano en dos partes, y luego las vuelven a pegar sin más. ¿Y qué nos fascina en todo esto? Pues que la realidad se modifica. ¿Y en qué quedó el carácter inflexible, duro, lógico y científico de la realidad?

   Mientras escribo estas líneas veo por mi ventana un árbol. Este pertenece a la dura realidad. ¿Si yo me muero, el árbol quedará ahí? No cabe ninguna duda. ¿Pero no podría pasarle al árbol lo que a nosotros, cuando muere un familiar querido? ¿En este caso qué lamentamos más: la ausencia definitiva del familiar, o más bien la hermosa opinión que él tenía de nosotros? ¿Le pasará lo mismo al árbol? Yo siempre lo he visto hermoso, y mi vecino, quien es muy práctico, ya no lo verá asi. Cuando yo muera, morirá mi opinión sobre el árbol, y el árbol se pondrá muy triste y se morirá también.

  ¿Pero no habíamos dicho que la realidad es dura, flexible y lógica? Así lo dicen los devotos de la ciencia. Pero a mí nadie me saca la sospecha de que los árboles no obstante piensan y sienten. Porque ¿qué es la ciencia? No es más que el invento de los débiles que siempre necesitan una dura realidad ante sí, llena de fórmulas matemáticas y deberes impuestos, sólo porque tienen miedo de que un árbol los salude alguna mañana cuando van al trabajo. Un árbol que dialoga seria la puerta abierta al espanto y nosotros queremos estar tranquilos, y dialogar con nuestros prójimos y con nadie más. Evidentemente no creemos en la magia, no sólo porque tengamos una firme convicción de la dureza de la realidad, sino ante todo porque necesitamos llevarnos bien con 6 millones de prójimos encerrados en la ciudad de Buenos Aires. Y para ello es preciso poner en vereda a los árboles con su lenguaje monstruoso y creer en la dura, inflexible y lógica realidad. (*)


(*) Fuente: Rodolfo Kusch, Obras completas(vl), Indios, porteños y dioses, Buenos Aires, Editorial Fundación Ross.

martes, 6 de octubre de 2015

Rafael Amor




Corazón libre

Te han sitiado corazón y esperan tu renuncia,
los únicos vencidos corazón, son los que no luchan
no los dejes corazón que maten la alegría,
remienda con un sueño corazón, tus alas malheridas

No te entregues corazón libre, no te entregues
no te entregues corazón libre, no te entregues

Y recuerda corazón, la infancia sin fronteras,
el tacto de la vida corazón, carne de primaveras,
se equivocan corazón, con frágiles cadenas,
más viento que raíces, corazón, destrózalas y vuela

No los oigas corazón, que sus voces no te aturdan,
serás cómplice y esclavo corazón, si es que los escuchas

Adelante corazón, sin miedo a la derrota,
durar, no es estar vivo corazón, vivir es otra cosa

martes, 29 de septiembre de 2015

Libro Sinfonía de los Pájaros (Andrés Lewin)



Texto leído por Juan Pablo Bonino en la presentación del libro...
 

1. El libro empieza y se cierra con dos epígrafes del rock nacional. En el primero Miguel Abuelo nos remonta a nuestra propia experiencia: “…la vida es un libro útil / para aquel que puede comprender”. ¿Comprender qué? Desde el principio este libro de Andrés Lewin nos interroga como lectores por la relación entre poesía y experiencia de vida. Una vez terminado el libro o en su límite, en la última página leemos este acápite de una canción de Divididos: “...luz, luz, luz del alma / soy un hombre que espera el alba”. Entre esas dos canciones, la primera de 1984 y la segunda del 2000, se abre otra pregunta: ¿cómo es la relación de Sinfonía de los pájaros con la música? Con el rock argentino por un lado, y con todo aquello que remite a la musicalidad dentro de cada poema, eso que le da una entidad fónica, propia del sonido o de la voz, o incluso, después de leer el libro, con el silencio que hay entre página y página.

2. ¿No es acaso el anacronismo de este libro su propia singularidad? La propuesta es por un ojo que reivindica el rabillo y lo que se entrevé en ese tiempo pequeño y valioso. El autor dice: “…ver es tan distinto de mirar…”. Una mínima diferencia que se vuelve una poética de ese momento que no pasa y que propone una apertura hacia otro tipo de percepción: es la contemplación de la naturaleza, atravesada por una pupila urbana que sólo se detiene, para, como dice un poema: “…parar el mundo…”. Esa detención está en el ritmo de los poemas donde los versos caen con esa cadencia que puede oírse mejor en la lectura en voz alta del propio autor. Andrés recitando es un hombre de otro tiempo y se puede ver en sus ojos acompañando los bailoteos de su voz.

3. La continuidad de los elementos de la naturaleza la vuelve uno de los puntos ineludibles en la lectura del libro: el aire, la piedra, el agua, la tierra, el viento, la luna y los animales son intercalados con esa paciencia imperturbable de quien sabe que ahí se esconde algo. Ese algo más no es la precisión de una fotografía, sino como esas pinceladas de la pintura expresionista, pero en estos poemas no aparece la perturbación, sino una dicha suave, o como dice el poeta: “…para continuar el camino / de la tranquila alegría”. La ausencia de euforia genera un efecto de intimidad y la sencillez del lenguaje nos recuerda a esas canciones que requieren un interlocutor auténtico, porque se dirigen, al decir del yo poético, a “la llama que es nuestra / y de todos los nuestros”.

4. Si pensamos el libro en términos de colores, la luz está en un extremo que desemboca en lo callado de la noche y sólo dicho así podría parecer solemne, pero no lo es. En medio de los poemas hay referencias a Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota y Moris, está el “Che” Guevara, Atahualpa Yupanqui, Lennon, Gandi y Juan Román Riquelme. La cultura popular es un espacio donde moverse porque es el lugar de los personajes del libro. Son puntos de referencia para leer los textos porque desde ahí el yo poético abre su ventana para mirar mundo. La lupa está puesta en esos personajes que descorren el velo y dicen: “…todos somos maestros alumnos / todo el tiempo que somos”. El libro de Andrés es nostálgico en la medida en que pueden empezar a sentirse aguijonazos de la finitud, pero vale la pena leerlo porque está lleno de secretos, que los dibujos de Adro Tenembaum invitan a conocer, pero bien deciden guardar.

5. Andrés hoy presenta su tercer libro de poemas y ya es programático porque tiene un universo de intereses que persisten y crecen, se mueven, pero mantienen su énfasis en la sabiduría del barrio y tienen como horizonte la naturaleza. El efecto de los poemas es que el yo poético y eso se nota, sabe de lo que nos habla. Leemos y queremos mirar el mundo como él lo ve, alejamos los ojos y vuelve el deseo de la lectura porque su honestidad tiene el mismo secreto que le dijo el zorro a el principito: “…no se ve bien, sino con el corazón. Lo esencial es invisible a los ojos”. Con Sinfonía de los pájaros, Andrés nos invita a repensar nuestra infancia.

Juan Pablo Bonino

lunes, 21 de septiembre de 2015

Ángela Guardione


EL GORDO LORENZO (Cuento)

Aquel día el gordo Lorenzo se despertó diciendo: – ¿Hasta en esto soy diferente? Cuando todos festejan un día feriado porque pueden estar en casa sin nada que hacer, yo festejo ese algo que hacer.

Nadie trabaja un feriado en San Genaro, menos si se conmemora el día del trabajador. Por eso cada primero de mayo lo llaman al gordo Lorenzo del cuartel de bomberos, para atender el teléfono y hacer sonar la sirena en caso de ser necesario.

El gordo Lorenzo no trabajaba, no porque no quisiera sino porque no había ocupación para él en su pueblo, donde las únicas actividades posibles eran el cultivo de arándanos y su recolección. Estaban quienes se ocupaban de medir las plantas; quienes de pronosticar cuántos arándanos daría cada una; también los encargados de proteger los arándanos del viento, de las heladas y de los pájaros. Todos tenían su especialidad; pero Lorenzo, por el tamaño de su cuerpo, no podía hacer nada.

El gordo no tenía familia, era hijo único y sus padres habían muerto a causa de la vejez. En San Genaro se muere de viejo siendo joven. La vida en ese pueblo es corta pero alcanza para vivir lo que hay para vivir. Tampoco estaba casado, y sabía que iba a morir sin esposa que le cocine. Según sus investigaciones, los censos realizados en los últimos 50 años daban para San Genaro un número impar de habitantes. Sentía que había nacido equivocadamente; no porque creía en algo divino, o en las energías, o en la media naranja, sino porque aplicaba matemática pura: él era el número impar destinado a la soledad.

En San Genaro todas, absolutamente todas las personas tenían relación entre sí. O se era amigo, o se era enemigo. Aunque para los sangenarenses las relaciones podían cambiar en el transcurrir de una noche. La razón era el exquisito Mirtilo, un licor que recibían como parte de pago de las cosechas y que estaba preparado con los mismos arándanos que ellos producían.

Nunca se sabía con exactitud qué día llegaba el camión cargado de licores, pero apenas se veía venir por el largo y serpenteante camino de tierra, comenzaba el murmullo y el movimiento. En pocas horas se organizaba el festejo: comida, guitarra, baile y al cabo de varias horas borrachos todos. Hasta los niños y los perros tomaban esos días. En el gran revoltijo el enemigo se volvía de nuevo amigo y viceversa. Surgían nuevas parejas, nuevos negocios, nuevos bebés. Todo sucedía en esas noches menos para el gordo, que era tan bonachón que ni siquiera ese día se volvía enemigo de alguien. Todos lo consideraban un amigo, sea por afecto o por lástima, pero amigo al fin.

Salvo esos pocos días de fiestas, el resto era pura rutina. Y comer era el único placer para Lorenzo. Un amigo que había tenido la posibilidad de viajar varias veces a la capital, le contaba al gordo de la película “La gran comilona” y le decía que él iba a terminar así, reventando de tanto comer. Y el gordo no le respondía pero lo escribía en sus papeles: sería la muerte más sublime.

Así como encontraba placer en la comida, encontraba desahogo en la escritura. No es que no tenía amigos con quien conversar, pero hay ciertas cosas que, por temor a la burla, los hombres de San Genaro no cuentan. Claro que cada hombre tenía una mujer, y a las mujeres sí se les cuentan las cosas. Lorenzo sabía que una esposa además de ser una cocinera, era una confidente. Con lo cual él no tenía ni cocinera ni confidente. Lo primero lo solucionaba poniendo las manos en la masa y lo segundo escribiendo en hojas sueltas que cada tanto empaquetaba y guardaba.  Y gracias a esas hojas yo conocí al gordo; hombre sensible y querible, con quien hubiese sido lindo cruzarse en vida. Y lo conozco así, por un intercambio; llevando papas y batatas a San Genaro y trayéndome una pintoresca cómoda de madera llena de papeles, que los pueblerinos ofrecían junto a otros muebles de un fallecido sangenarense de 62 años. Causa de muerte: para algunos, vejez; para otros, indigestión.