Por la noche el callejón
se llena de fantasmas blancos
se meten en los largos vestidos de los pobres
les abrigan la panza y los muslos mugrientos.
Los desabrigados
enjugan el frío de sus huesos
soplándose las manos escarchadas.
Por eso
buscan los sitios donde mora ese viento tibio
y entregan sus cuerpos azulados
para la delicada unción.
Se amontonan como un ramo de violetas
-saben que así, nadie quedará fuera del deseado ritual-.
El luminoso callejón
contempla la desesperada unión a desgano
de los friolentos
(porque el calor no se mendiga como un pedazo de pan).
Se acercan uno a uno,
temblando de miseria,
y logran una diáfana caricia
entre los vapores de la noche helada.
Las cantinas son generosas con los desamparados:
comparten lo que no les sirve
derramando el calor desde sus chimeneas.
Ellos se juntan tiritando
y duermen acurrucados entre esos tibios fantasmas blancos.
Nadie allí conoce el nombre de dios
cuando llueve.
Es mejor que así sea.
Graciela Aranda
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