viernes, 22 de abril de 2016

Santiago Rouaux




LO QUE IMPORTA ES LA MÚSICA
a Diego Spivacow

¡Ahí estaba! El amor de mi vida, el objeto de mi deseo. Sola, brillando bajo las lámparas dicroicas, en medio de una vidriera. Con sus micrófonos plateados, sus incrustaciones de nácar a lo largo del diapasón, su pintura reluciente, roja y dorada, y esa firma en el clavijero certificando que se trataba de un ejemplar original, y no de una vulgar copia. La guitarra con la que Slash, junto a los Guns and Roses, hizo delirar estadios enteros al ritmo de sus riffs, en temas como Welcome to the jungle o Sweet child o´ mine. La guitarra que Jimmy Page tocaba con un arco de violín durante el solo de Dazed and Confused, y a la que Ace Frehley, de Kiss, añadió una bomba de humo, para simular, durante los shows, que el voltaje de la música había hecho colapsar los circuitos eléctricos. La única e irrepetible Gibson Les Paul. Un instrumento con historia, con mística, con estilo.
―Sí, está buena ―dijo Fer.
―¿Buena? ¿Nada más? ¿Me estás cargando?
―Es linda. Yo qué sé.
―¡Es la mejor! ―dije, con la mirada perdida en las vetas de la madera.
Fer largó un chistido al aire.
―La mejor es la Fender Telecaster.
―¡Estás equivocado!
―La Telecaster tiene un sonido… ―hizo una pausa como buscando la palabra justa― más crudo, más estridente.
―Eso es cierto. Por los micrófonos. Igual, yo prefiero toda la vida el sonido de la Les Paul.
―No sé. A mí me parece una guitarra para viejos.     
―¡No tenés idea de lo que decís!
―¡Vos no tenés idea!
Era siempre la misma discusión. Los dos sabíamos cuál era la opinión del otro y que no nos íbamos a poner de acuerdo. Pero igual discutíamos. A lo mejor nos gustaba porque nos permitía exponer las virtudes de los instrumentos que admirábamos.
―¿Seguimos? ―dijo Fer.
―Dale.
Avanzamos por Talcahuano. La calle Talcahuano, a la altura del Centro, es el lugar de la ciudad donde se concentran las casas de música. Fer y yo aprovechábamos el rato libre entre la clase de gimnasia de la mañana y la hora de entrar al colegio, al mediodía, para recorrer esas cuatro o cinco cuadras, deteniéndonos en cada vidriera. Por supuesto, no teníamos plata para comprarnos nada, a excepción de alguna que otra púa y de esos cuadernillos que te enseñaban los acordes de las canciones, que nosotros practicábamos con las guitarras criollas. Pero no era lo mismo. Sin guitarra eléctrica, no era lo mismo. 
―Algún día vamos a tener nuestra banda ―dije.  
―¿Vos creés?
―Estoy seguro. Yo voy a tocar con mi Les Paul, y vos con tu Telecaster.
―¡Ojalá! ―dijo Fer―. ¡Pero yo hago la primera guitarra!
―¡¿Por qué?!
―Yo punteo mejor.
―Vos punteás más rápido. Pero más rápido no es mejor. Si no, mirá los solos de Gilmour.
―¡Está bien! ¡Tenés razón! Nos turnamos y listo. Un tema cada uno.
―Me parece bien ―dije.
―¿Y de dónde vamos a sacar al resto de la banda? Necesitamos un baterista y un bajista. Como mínimo.
Me quedé pensando.
―¡Ya sé! Podemos poner avisos en las revistas de música. Seguro hay un montón de gente que quiere tocar.
―¡Buena idea! También tenemos que conseguir un tecladista. Así podemos meter efectos raros, como en las canciones de Pink Floyd.
―¡Y un saxofonista!
―Y el cantante ―dijo Fer―. No te olvides del cantante.  
―¿Para qué? Podemos cantar nosotros.   
―¡No! El cantante es fundamental. Un cantante en serio, no un guitarrista que además canta. Las bandas con cantante dieron siempre los mejores recitales. The Doors, por ejemplo.  
―Eso era gracias a Morrison, que era un genio en el escenario.
―¡Y bueno! Tenemos que conseguir alguien así.  
―¡Claro! ¡Como si fuera tan fácil!
Nos detuvimos frente a la siguiente vidriera. Una larga hilera de guitarras y bajos colgaba del techo. Al fondo, se apilaban los amplificadores Marshall. Saxos, armónicas, micrófonos, sintetizadores y teclados. Y en el centro de la escena, como estrella principal, una batería TAMA, con doble bombo, y tones y platillos asomando de todos lados. Detrás de ella, un póster enmarcado de Lars Ulrich, baterista de Metallica, tocando un instrumento idéntico al de la vidriera.
―Nuestros temas tienen ser fuertes ―dijo Fer―. Nada de hacer canciones flojitas.
―¿Y qué es una canción flojita? ¿Se puede saber?
―Esas baladas que te gustan a vos.
―¡Pará! Hay un montón de baladas que tienen muchísima fuerza. ¿Bohemian Rapsody te parece una canción flojita?
―No.
―¿Y Stairway to Heaven?
―Tampoco.
―¿Y…?
―Está bien, está bien… Ya entendí. A lo que me refiero es a esos temitas que hablan de amor. No los aguanto. Lo único que te pido es que los nuestros no hablen de amor.
―¿Y de qué querés que hablen?
―No sé. Pero ya hay demasiados canciones así.
―¡Y! ¡Por algo será! Es un tema que no se agota nunca.
―Es un tema fácil. Ponés dos o tres versitos sensibles, que te quiero, que te extraño, y ya está.  
―¡Nada que ver!
Me quedé pensando en la canción que había compuesto la noche anterior, tocando la guitarra bien suave, con el oído pegado a la caja de resonancia, para no despertar a mi hermano. Era un tema que tenía todo lo que a Fer no le gustaba: una balada que hablaba de amor. Iba a tener que disfrazarla un poco, acelerar el tiempo, cambiar algunos tramos de la letra, si quería tocarla con la banda. Tal vez, podía recurrir a la poesía surrealista, esas expresiones raras pero hermosas, como las que usaba el flaco Spinetta en sus canciones. 
―¡Mirá esas cajas! ―dijo Fer, señalando unos parlantes enormes― ¿Sabés la potencia que te dan esas cajas?
―¡Me imagino!
―En nuestros recitales, necesitamos equipos así.
―¡Sería increíble! ―dije―. Igual, los equipos no son todo. Para dar un buen recital, los técnicos son tan importantes como los equipos.   
―¡Absolutamente! Una banda son los músicos más los técnicos.   
―Tenemos que conseguir un sonidista, por ejemplo.  
―¡Y un iluminador! ―dijo Fer―. Sin una buena iluminación, no se van a lucir nuestros instrumentos en el escenario ―y se puso a hacer la mímica de un solo de guitarra, como si estuviera en medio de un show.
―¡Eso es lo de menos! Lo importante es cómo suena la banda. No lo perdamos de vista. Lo que importa es la música.
―¡El espectáculo también es importante!
―Sí. Pero…
―Ya vamos a tener tiempo, cuando entremos al estudio de grabación, de preocuparnos por el sonido. Nuestros recitales tienen que ser otra cosa: algo vivo, algo festivo…
Tenía razón. No en eso de descuidar la calidad de la música en vivo, que era una tontería, sino en lo del disco. Toda nuestra energía tenía que estar ahí. Porque los recitales son importantes, sin duda, pero una banda hace su entrada en la escena musical cuando lanza su primer álbum, no antes.  
―Vamos a necesitar un productor ―dije.
―¿Qué cosa?
―Cuando grabemos.
―Ah, sí. Mientras no se meta con la parte creativa...    
―El trabajo del productor es justamente ese, meterse con la parte creativa. ¿O te pensás que los Beatles hubieran sido los Beatles sin George Martin?
―No sé. No me convence la idea de que haya un viejo en el estudio diciéndonos qué hacer y qué no hacer.
―No es tan así…
―Además, nosotros vamos a ser grandes por nosotros mismos. No necesitamos a un productor para eso. ¡Confiá en mí!
Adiós a mi viejo sueño, pensé, de grabar un disco experimental que mezclara nuestras canciones con sonidos tomados del ambiente y efectos de sintetizadores. Era imposible grabar un álbum de esas características sin la ayuda de un productor. Pero no importaba. Podía guardar el proyecto para cuando emprendiera mi carrera solista. Porque todos los grandes músicos tienen, tarde o temprano, una carrera solista. Y yo no iba a ser la excepción. Pero eso no podía comentárselo a mi amigo. Al menos no por el momento. 
―¡Uy! ¡Qué tarde se hizo! ―dijo Fer, mirando el reloj en su muñeca―. Nos van a poner media falta. ¡Vamos! ¡Apurate! ―y agarrándome de un brazo, me obligó a avanzar, en dirección al colegio. 

Inédito.

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