LO QUE IMPORTA ES LA MÚSICA
a Diego Spivacow
¡Ahí estaba! El
amor de mi vida, el objeto de mi deseo. Sola, brillando bajo las lámparas
dicroicas, en medio de una vidriera. Con sus micrófonos plateados, sus
incrustaciones de nácar a lo largo del diapasón, su pintura reluciente, roja y
dorada, y esa firma en el clavijero certificando que se trataba de un ejemplar original,
y no de una vulgar copia. La guitarra con la que Slash, junto a los Guns and Roses, hizo delirar estadios
enteros al ritmo de sus riffs, en temas como Welcome to the jungle o Sweet
child o´ mine. La guitarra que Jimmy Page tocaba con un arco de violín durante
el solo de Dazed and Confused, y a la
que Ace Frehley, de Kiss, añadió una
bomba de humo, para simular, durante los shows, que el voltaje de la música había
hecho colapsar los circuitos eléctricos. La única e irrepetible Gibson Les Paul. Un instrumento con
historia, con mística, con estilo.
―Sí, está buena ―dijo
Fer.
―¿Buena? ¿Nada
más? ¿Me estás cargando?
―Es linda. Yo
qué sé.
―¡Es la mejor! ―dije,
con la mirada perdida en las vetas de la madera.
Fer largó un chistido
al aire.
―La mejor es la Fender Telecaster.
―¡Estás
equivocado!
―La Telecaster tiene un sonido… ―hizo una
pausa como buscando la palabra justa― más crudo, más estridente.
―Eso es cierto.
Por los micrófonos. Igual, yo prefiero toda la vida el sonido de la Les Paul.
―No sé. A mí me
parece una guitarra para viejos.
―¡No tenés idea
de lo que decís!
―¡Vos no tenés
idea!
Era siempre la
misma discusión. Los dos sabíamos cuál era la opinión del otro y que no nos
íbamos a poner de acuerdo. Pero igual discutíamos. A lo mejor nos gustaba
porque nos permitía exponer las virtudes de los instrumentos que admirábamos.
―¿Seguimos? ―dijo
Fer.
―Dale.
Avanzamos por
Talcahuano. La calle Talcahuano, a la altura del Centro, es el lugar de la
ciudad donde se concentran las casas de música. Fer y yo aprovechábamos el rato
libre entre la clase de gimnasia de la mañana y la hora de entrar al colegio, al
mediodía, para recorrer esas cuatro o cinco cuadras, deteniéndonos en cada
vidriera. Por supuesto, no teníamos plata para comprarnos nada, a excepción de
alguna que otra púa y de esos cuadernillos que te enseñaban los acordes de las
canciones, que nosotros practicábamos con las guitarras criollas. Pero no era
lo mismo. Sin guitarra eléctrica, no era lo mismo.
―Algún día vamos
a tener nuestra banda ―dije.
―¿Vos creés?
―Estoy seguro. Yo
voy a tocar con mi Les Paul, y vos
con tu Telecaster.
―¡Ojalá! ―dijo
Fer―. ¡Pero yo hago la primera guitarra!
―¡¿Por qué?!
―Yo punteo
mejor.
―Vos punteás más
rápido. Pero más rápido no es mejor. Si no, mirá los solos de Gilmour.
―¡Está bien! ¡Tenés
razón! Nos turnamos y listo. Un tema cada uno.
―Me parece bien
―dije.
―¿Y de dónde
vamos a sacar al resto de la banda? Necesitamos un baterista y un bajista. Como
mínimo.
Me quedé
pensando.
―¡Ya sé! Podemos
poner avisos en las revistas de música. Seguro hay un montón de gente que
quiere tocar.
―¡Buena idea! También
tenemos que conseguir un tecladista. Así podemos meter efectos raros, como en
las canciones de Pink Floyd.
―¡Y un
saxofonista!
―Y el cantante
―dijo Fer―. No te olvides del cantante.
―¿Para qué? Podemos
cantar nosotros.
―¡No! El
cantante es fundamental. Un cantante en serio, no un guitarrista que además canta.
Las bandas con cantante dieron siempre los mejores recitales. The Doors, por ejemplo.
―Eso era gracias
a Morrison, que era un genio en el escenario.
―¡Y bueno!
Tenemos que conseguir alguien así.
―¡Claro! ¡Como si
fuera tan fácil!
Nos detuvimos
frente a la siguiente vidriera. Una larga hilera de guitarras y bajos colgaba
del techo. Al fondo, se apilaban los amplificadores Marshall. Saxos, armónicas, micrófonos, sintetizadores y teclados.
Y en el centro de la escena, como estrella principal, una batería TAMA, con doble
bombo, y tones y platillos asomando de todos lados. Detrás de ella, un póster enmarcado
de Lars Ulrich, baterista de Metallica,
tocando un instrumento idéntico al de la vidriera.
―Nuestros temas tienen
ser fuertes ―dijo Fer―. Nada de hacer canciones flojitas.
―¿Y qué es una canción
flojita? ¿Se puede saber?
―Esas baladas que
te gustan a vos.
―¡Pará! Hay un
montón de baladas que tienen muchísima fuerza. ¿Bohemian Rapsody te parece una canción flojita?
―No.
―¿Y Stairway to Heaven?
―Tampoco.
―¿Y…?
―Está bien, está
bien… Ya entendí. A lo que me refiero es a esos temitas que hablan de amor. No los
aguanto. Lo único que te pido es que los nuestros no hablen de amor.
―¿Y de qué
querés que hablen?
―No sé. Pero ya
hay demasiados canciones así.
―¡Y! ¡Por algo
será! Es un tema que no se agota nunca.
―Es un tema
fácil. Ponés dos o tres versitos sensibles, que te quiero, que te extraño, y ya
está.
―¡Nada que ver!
Me quedé
pensando en la canción que había compuesto la noche anterior, tocando la
guitarra bien suave, con el oído pegado a la caja de resonancia, para no despertar
a mi hermano. Era un tema que tenía todo lo que a Fer no le gustaba: una balada
que hablaba de amor. Iba a tener que disfrazarla un poco, acelerar el tiempo,
cambiar algunos tramos de la letra, si quería tocarla con la banda. Tal vez,
podía recurrir a la poesía surrealista, esas expresiones raras pero hermosas,
como las que usaba el flaco Spinetta en sus canciones.
―¡Mirá esas cajas!
―dijo Fer, señalando unos parlantes enormes― ¿Sabés la potencia que te dan esas
cajas?
―¡Me imagino!
―En nuestros recitales,
necesitamos equipos así.
―¡Sería
increíble! ―dije―. Igual, los equipos no son todo. Para dar un buen recital,
los técnicos son tan importantes como los equipos.
―¡Absolutamente!
Una banda son los músicos más los
técnicos.
―Tenemos que
conseguir un sonidista, por ejemplo.
―¡Y un iluminador!
―dijo Fer―. Sin una buena iluminación, no se van a lucir nuestros instrumentos
en el escenario ―y se puso a hacer la mímica de un solo de guitarra, como si
estuviera en medio de un show.
―¡Eso es lo de
menos! Lo importante es cómo suena la banda. No lo perdamos de vista. Lo que
importa es la música.
―¡El espectáculo
también es importante!
―Sí. Pero…
―Ya vamos a
tener tiempo, cuando entremos al estudio de grabación, de preocuparnos por el sonido.
Nuestros recitales tienen que ser otra cosa: algo vivo, algo festivo…
Tenía razón. No en
eso de descuidar la calidad de la música en vivo, que era una tontería, sino en
lo del disco. Toda nuestra energía tenía que estar ahí. Porque los recitales son
importantes, sin duda, pero una banda hace su entrada en la escena musical cuando
lanza su primer álbum, no antes.
―Vamos a
necesitar un productor ―dije.
―¿Qué cosa?
―Cuando
grabemos.
―Ah, sí. Mientras
no se meta con la parte creativa...
―El trabajo del
productor es justamente ese, meterse con la parte creativa. ¿O te pensás que
los Beatles hubieran sido los Beatles sin George Martin?
―No sé. No me
convence la idea de que haya un viejo en el estudio diciéndonos qué hacer y qué
no hacer.
―No es tan así…
―Además, nosotros
vamos a ser grandes por nosotros mismos. No necesitamos a un productor para
eso. ¡Confiá en mí!
Adiós a mi viejo
sueño, pensé, de grabar un disco experimental que mezclara nuestras canciones
con sonidos tomados del ambiente y efectos de sintetizadores. Era imposible grabar
un álbum de esas características sin la ayuda de un productor. Pero no
importaba. Podía guardar el proyecto para cuando emprendiera mi carrera solista.
Porque todos los grandes músicos tienen, tarde o temprano, una carrera solista.
Y yo no iba a ser la excepción. Pero eso no podía comentárselo a mi amigo. Al
menos no por el momento.
―¡Uy! ¡Qué tarde
se hizo! ―dijo Fer, mirando el reloj en su muñeca―. Nos van a poner media
falta. ¡Vamos! ¡Apurate! ―y agarrándome de un brazo, me obligó a avanzar, en
dirección al colegio.
Inédito.
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