viernes, 15 de mayo de 2015

Diana Bellessi



La desaparición de Talita Kumi

¿No voy a acariciar más tus orejitas suaves de color
té con leche? ¿y tu barbita feroz y el flequillo rebelde
que te oculta los ojos? ¿tus piernas elegantes y erguidas
y esas caderitas que te gusta las friegue y al lomo
donde se aposentan las pulgas? ¿no vendrás a dormir
junto a mis costillas ahora que refresca y llega el otoño?
¿no te comerás los trocitos de pollo que guardo para vos
ni veré tu dormir tranquilo con la pata levantada
o el gemido del sueño que de tanto en tanto te ataca?
¿no oiré tus ruiditos por la casa ni esa manera de venir
a saludarme esté donde esté de vez en cuando? ¿ni felices
saldremos a caminar por el sendero verde de la isla,
vos chocándote con mis piernas en estos meses de ceguera?
La casa está vacía y yo, una bolsa vieja que se llena
con mis lágrimas, Talita Kumi, que escapaste al monte
o caíste al río a las siete de la tarde del día once
de abril cuando cortaba una caña de ámbar reluciendo
blanca en el costado de Appensel como una tentación
de las flores al anochecer. Te he buscado noche y día
mi bebé, mi amiga, mi familia como siempre te decía
te acordás? Te he llamado en voz alta, bajito y entre lágrimas
y te llamo por escrito de todas las maneras en que sé
y ahora siento que estás lejos y no te veré acercarte, sucia,
asustada y alegre como otras veces en tus escapadas
monteras entre los cuises y comadrejas, ¿qué deshace
Shiva?, deshaceme a mí, no a ella, mi inocente o acaso
desaparecés en tu ley, Talita Kumi, y libre de la rienda
que siempre te protegía, con ella a cuestas pero libre
al fin, la rienda roja, pequeña reina mía, mi Aquiles
diminuto… tus aventuras son leyendas por aquí…
Me habían prometido dieciocho años juntas, ¿habrás
soportado el agua fría de la noche, los días sin
comer en el monte? No sé, no sé, que no sufras, compañera,
   para eso estoy yo…

* * * * * 

La aparición de Talita Kumi

Río y no me salen las palabras frente a vos,
Talita Kumi,
las patas embarradas y sangre en las orejas
estás de vuelta
en casa, tres días sin comer perdida en los juncales
del río al frente
y como loca te acaricio secándote
la rienda roja
sucia de barro y nadie me entiende como si fuera
una Casandra
que dice sortilegios de alegría y de amor
mi campeoncita
nadaste contra corriente y sos mi adalid
mi heroína
de odisea salvándote del mal y las sirenas
por tu fuerza
y tu sublime inteligencia, pequeña mía
cómo te amo
como agradezco a Shiva y a todo el panteón
que nos da una chance
de volvernos a juntar en esta orilla que ahora
brilla en tu presencia,
y sin que medie nada te vas a tu canasta
para dormir
hasta mañana y recién entonces me lamés
la cara, misión
cumplida dice la inocente austera, afuera
de la noche y el mal…

martes, 12 de mayo de 2015

Maria Fonseca


Invisible

Cierto día
de tanto desearlo
me convertí en invisible
ese día
cierto día
no me encontraron más
ni mis amigos
ni mis parientes

ese día
mis pensamientos
se quedaron sin cuerpo
las caricias sin manos
y los besos sin boca
ese día
de final de febrero
lo imposible
por fin
lo imposible.


* * * * * 

Niña

La veo jugar
sentada en el balcón
enredando sus pequeños dedos
en una cinta roja
su torpeza desborda ternura
la cinta va y viene
hace círculos en el aire
su risa llena cada tanto el silencio
y su madre entonces
descansa.


viernes, 17 de abril de 2015

Alfonsina Storni




Cuadrados y ángulos

Casas enfiladas, casas enfiladas,
casas enfiladas.
Cuadrados, cuadrados, cuadrados.
Casas enfiladas.
Las gentes ya tienen el alma cuadrada,
ideas en fila
y ángulo en la espalda.
Yo misma he vertido ayer una lágrima,
Dios mío, cuadrada.

viernes, 27 de marzo de 2015

Osvaldo Bossi


EL MUCHACHO DE LOS HELADOS

Diez veranos pueden convertirse
en un solo verano eterno.

Como las chapas eran de cartón
las piezas se recalentaban enseguida
y salíamos, cada tarde, grandes y chicos
como ratas por tirante
a refugiarnos bajo el único árbol
que daba sombra y frescura
en la vereda.

Allí estaba mi amigo Raulito
al que le decíamos D´Artagnan
pelando una caña flamígera
y mis primas Mónica, Ana y Marisel
trenzándose una a otra los cabellos
y un perro buldog
que pasaba de obo a maligno, indistintamente
y mamá también, bajo la resolana,
juntando las cáscaras de una sandía
destripada en segundos
y papá, para siempre,
la camisa colgando de una rama,
en cueros, mientras escuchaba una emisora de radio
que pasaba todas las canciones de moda…

No corría ni una gota de aire.

Volaban a nuestro alrededor las moscas
y dormían los pájaros carpinteros.
De doña Damasia se decía
que era una vieja depravada
porque no usaba bombacha.
Yo, mientras tanto, con el rayo laser de mis anteojos
perforaba las hojas de los árboles
o quemaba, hasta que les salía humito
(nunca hasta la muerte)
alguna que otra hormiga.

Todo hubiera seguido
en esa calma chicha, si a lo lejos
no se hubiera escuchado el silbato
del heladero.

 * * *

Ahora los heladeros pasan
cada muerte de obispo,
uno distinto cada vez, pero entonces
era el mismo carrito tornasolado
y el mismo muchacho
sonriente.

Se estacionaba al lado del árbol.
La brea y el cemento
Ardían como una olla al sol.
Después de quitarse la gorrita,
con un pañuelo o el dorso de la mano
se enjugaba el sudor
que le caía a chorros sobre la frente;
abría la tapa de su heladera ambulante
y nos daba esos copos
de agua empalagosa
en pequeños cucuruchos que saboreábamos
hasta el final.

Descalzos
saltábamos como monitos
alrededor de ese árbol de agua
fría como la nieve.

Papá se acercaba hasta el muchacho
recién cuando la repartija
había terminado y nuestras lenguas
ávidas o morosas
se extasiaban con los cubitos de frutas.

Nunca llevaba su billetera.
Tenía una cadena de oro
con una medallita de la virgen
colgando del cuello, un short azul y unas ojotas
que siempre quedaban por ahí…
Hablaba con el muchacho de los helados,
y se reían.

Diez veranos iguales, eternos
habrán sumado una deuda
si no fatal, bastante estrepitosa.
Pero el muchacho de los helados
no parecía fastidiarse nunca
y tenía para conmigo
una inusual deferencia.

¿Qué le decía?

“Ese que ves ahí,
tan inofensivo como parece,
ahora mismo nos mira a los dos
con una cámara fotográfica
que guarda sombras,
y un día, estoy seguro, con los helados
hará un lindo poema
en donde vos y yo nos reímos
incansablemente
como dos niños congelados
por el amor y el tiempo.
Y hasta quizás, quién te dice,
Se anime y lo titule: Oda
al muchacho de los helados.”

Mi papá
era capaz de hacer
cosas así, y peores.
Después le daba una palmadita en el hombro
y lo despedía.
El muchacho se alejaba
calle arriba o calle abajo
-no importa-
pedaleando sobre el carrito tornasolado
como sobre una nube de vapor.