viernes, 17 de abril de 2015

Alfonsina Storni




Cuadrados y ángulos

Casas enfiladas, casas enfiladas,
casas enfiladas.
Cuadrados, cuadrados, cuadrados.
Casas enfiladas.
Las gentes ya tienen el alma cuadrada,
ideas en fila
y ángulo en la espalda.
Yo misma he vertido ayer una lágrima,
Dios mío, cuadrada.

viernes, 27 de marzo de 2015

Osvaldo Bossi


EL MUCHACHO DE LOS HELADOS

Diez veranos pueden convertirse
en un solo verano eterno.

Como las chapas eran de cartón
las piezas se recalentaban enseguida
y salíamos, cada tarde, grandes y chicos
como ratas por tirante
a refugiarnos bajo el único árbol
que daba sombra y frescura
en la vereda.

Allí estaba mi amigo Raulito
al que le decíamos D´Artagnan
pelando una caña flamígera
y mis primas Mónica, Ana y Marisel
trenzándose una a otra los cabellos
y un perro buldog
que pasaba de obo a maligno, indistintamente
y mamá también, bajo la resolana,
juntando las cáscaras de una sandía
destripada en segundos
y papá, para siempre,
la camisa colgando de una rama,
en cueros, mientras escuchaba una emisora de radio
que pasaba todas las canciones de moda…

No corría ni una gota de aire.

Volaban a nuestro alrededor las moscas
y dormían los pájaros carpinteros.
De doña Damasia se decía
que era una vieja depravada
porque no usaba bombacha.
Yo, mientras tanto, con el rayo laser de mis anteojos
perforaba las hojas de los árboles
o quemaba, hasta que les salía humito
(nunca hasta la muerte)
alguna que otra hormiga.

Todo hubiera seguido
en esa calma chicha, si a lo lejos
no se hubiera escuchado el silbato
del heladero.

 * * *

Ahora los heladeros pasan
cada muerte de obispo,
uno distinto cada vez, pero entonces
era el mismo carrito tornasolado
y el mismo muchacho
sonriente.

Se estacionaba al lado del árbol.
La brea y el cemento
Ardían como una olla al sol.
Después de quitarse la gorrita,
con un pañuelo o el dorso de la mano
se enjugaba el sudor
que le caía a chorros sobre la frente;
abría la tapa de su heladera ambulante
y nos daba esos copos
de agua empalagosa
en pequeños cucuruchos que saboreábamos
hasta el final.

Descalzos
saltábamos como monitos
alrededor de ese árbol de agua
fría como la nieve.

Papá se acercaba hasta el muchacho
recién cuando la repartija
había terminado y nuestras lenguas
ávidas o morosas
se extasiaban con los cubitos de frutas.

Nunca llevaba su billetera.
Tenía una cadena de oro
con una medallita de la virgen
colgando del cuello, un short azul y unas ojotas
que siempre quedaban por ahí…
Hablaba con el muchacho de los helados,
y se reían.

Diez veranos iguales, eternos
habrán sumado una deuda
si no fatal, bastante estrepitosa.
Pero el muchacho de los helados
no parecía fastidiarse nunca
y tenía para conmigo
una inusual deferencia.

¿Qué le decía?

“Ese que ves ahí,
tan inofensivo como parece,
ahora mismo nos mira a los dos
con una cámara fotográfica
que guarda sombras,
y un día, estoy seguro, con los helados
hará un lindo poema
en donde vos y yo nos reímos
incansablemente
como dos niños congelados
por el amor y el tiempo.
Y hasta quizás, quién te dice,
Se anime y lo titule: Oda
al muchacho de los helados.”

Mi papá
era capaz de hacer
cosas así, y peores.
Después le daba una palmadita en el hombro
y lo despedía.
El muchacho se alejaba
calle arriba o calle abajo
-no importa-
pedaleando sobre el carrito tornasolado
como sobre una nube de vapor.

martes, 24 de febrero de 2015

Tom Maver




TRANE CUENTA UN SUEÑO [John Coltrane]
Es noche cerrada y estoy en medio de una plantación
enorme de algodón tocando el saxo soprano.
No hay nadie en kilómetros a la redonda y nieva
como si nunca fuera a dejar de hacerlo.
Sé que estoy en el Sur porque a pesar de que acá
jamás nieve, mis pies están encadenados a la tierra.
Los copos salen disparados cuando llegan a la boca
de mi saxo donde soplo como un desquiciado.
Pero a pesar de que toco así sólo sale un murmullo,
voces que giran en la nieve, en mi sueño, y ya no sé
si estoy tocando o más bien oyendo algo antiguo,
una mujer pidiendo que por amor
de Dios dejen de darle latigazos a su hija, la voz
de Nina Simone cantando Strangefruit, Billie
Holiday aceptando que cuando viene el amor
ya no se puede hacer nada, Malcolm X manifestando que él
odia como un negro de la plantación, Langston Hughes
proponiendo que la poesía sea como la música, B.B.
King sonriendo al decir que tocar blues es ser dos veces negro,
Frederick Douglass contando cómo escapó del Sur
y en las plantaciones los cantos de los esclavos
expresaban la más profunda tristeza y la más plena alegría,
y yo recibo estas frases de una historia poco oída en un sueño
donde hago que mi respiración sea sonido, y que el sonido
sea un soplo que le de vida a viejos terrores, a modos
de resistencia. Me encadeno a estas voces y las llevo
conmigo como en los barcos negreros a pesar del hambre
y del mareo y del maltrato, de una orilla a la otra, atravesando
el Infierno, llegó con nosotros también un ritmo,
una presencia todavía más antigua que los cuatrocientos años
de esclavitud. Y cierro los ojos y avanzo a ciegas siguiendo
las entonaciones, igual que en la iglesia metodista
de High-Point donde mi abuelo, el reverendo Blair,
predicaba y hacía que hombres y mujeres se sacudieran
en trances espirituales, despejando de sus almas al diablo
que los atravesaba de pies a cabeza, así yo me dejo llevar
hasta que de mi voluntad no queda nada más que unos
piolines electrizados. Cuando vuelvo a abrir mis ojos
estoy en un escenario en uno de esos bares perdidos
que no faltan en las giras, pero acá también nieva
y el público no quiere que toque, me silban, abuchean
a la banda, y comprendo como sólo se comprende en sueños,
que un músico negro siempre toca en una plantación
donde antes fue linchado un familiar suyo, donde
una tatarabuela vio por primera vez a los encapuchados
rodear a quien ella amaba prendiendo fuego
cruces de madera en la noche de Georgia.
Por eso yo soy en este escenario un pulso que tiembla
en el centro de los reflectores, concíente
de que tengo una alegría que sólo mi tristeza
puede comprender, y miro a mis compañeros y le digo
a Elvin con plena seguridad: "Estoy perdido. Seguime",
y arrancamos a tocar y los silbidos y toses y charlas
se apagan y llegado un punto yo dejo de oír incluso
la música que sale de mi saxo soprano
hasta que lo único que existe es el sonido de mi respiración,
como si la hubiera aguantado por años y ahora
la fuera soltando de a poco, abriendo al medio mi instrumento
como un baúl enorme de cosas perdidas
de donde recupero objetos, recuerdos, personas.
Todavía no lo puedo saber pero cuando despierte
me voy a dar cuenta de que durante todo el sueño
estuve tocando un tema que se llama Mis cosas
favoritas, una canción que habla de aquello
en lo que alguien piensa para alejar la tristeza.
Sólo que yo no pienso en ponis de colores
ni en gotas de lluvia sobre los rosales. No es esa
mi felicidad. Todavía para mí la alegría es una palabra
sin contenido, pura forma, que tengo que llenar
con pedacitos de mí, con música, y entre el envión y el salto
que sólo puede darse con la emoción, ahí debo soplar
hasta quedarme sin aire, porque la felicidad
también es un gran mareo, y ¿cómo frenar su desequilibrio?
"Vos sos parte de lo que tocas", me dice Naima
acariciándome. Naima es, por ejemplo,
una de las partes más punzantes de mi alegría.
La conocí cuando yo era un pobre tipo comido
por la heroína y el alcohol, el lugar común
de los negros de esa década, pero ella me tomó
la mano y me dijo: "vos sos parte de lo que tocas"
y separó mis dedos pegoteados para que contara
los días que hacía que no dormía, 3, 4, 5, haciendo
que le diera la razón a Miles por echarme a la mierda
del quinteto y haciendo que me diera cuenta de que
ir al correo con vergüenza a dejar un curriculum
-¿qué podría decir un curriculum mío?- para trabajar
como cartero, era dejarme vencer. "¿Qué es más revulsivo",
me dijo, "que ver a un negro amar lo que hace?
Vos vivís de respirar adentro de tu saxo. Eso es Mis cosas favoritas,
amar la alegría, su soledad, esa cosa densa que nos pierde". Entonces
empezó a susurrarme Cada vez que decimos adiós, de Cole Porter.
"¿Oís, Trane? Tu música va a la inversa. Junta todo lo que sentís
durante esa soledad para luego, en el momento de volver a abrir
los ojos, decirme finalmente, "Hola, Naima, acá estoy. Mira lo que hice".

miércoles, 11 de febrero de 2015

Sharon Olds


Poema para las tetas

Como otras hermanas gemelas, ellas pueden ser
mejor identificadas en la adultez.
Una es rápida para arrugar el ceño,
su cerebro, su veloz inteligencia. La otra
sueña dentro de una constelación,
pecas de Orión. Nacieron cuando yo tenía trece,
crecieron, salieron de mi pecho,
ahora tienen cuarenta, son sabias, generosas.
Estoy dentro de ellas – de alguna manera debajo de ellas,
o las llevo, tanto tiempo estuve viva sin ellas.
No puedo decir que soy ellas, aunque sus sentimientos sean casi
mis sentimientos, como con alguien que uno ama. Parecen,
para mí, como un regalo que tengo que dar.
Que los hombres debían alabar su categoría de
ser, casi que pasaran hambre por ellas,
no se me escapaba, ni que algunos jóvenes
las amaban de la manera en que uno querría ser amado.
Todo el año estuvieron llamando a mi marido que se fue,
cantándole, como un par de sirenas
empapadas en las escolleras.
No pueden creer que las haya abandonado, no está en su
vocabulario, ellas, que fueron hechas
de promesa – ellas que son como juramentos literales mantenidos.
A veces, ahora, las tomo un momento,
una en cada mano, viudas gemelas,
pesa su tristeza. Ellas fueron un regalo que me dieron,
y después fueron nuestras, como lactantes sedientos
de excitación y plenitud. Y ahora es la misma
estación otra vez, la mismísima semana
que él se fue. ¿No les susurró
“Espérenme acá un año”? No.
Dijo, “Dios las bendiga, Dios
las bendiga, A-diós, para el resto
de su vida y la para la larga nada. Y ellas no
conocen el lenguaje, lo están esperando, mi
Dios que son bobas, ni siquiera
saben que son mortales – son dulces, supongo,
es refrescante vivir con ellas, seres sin
el conocimiento de la muerte, criaturas de un sufrimiento ignorante.


Versión de Tom Maver 
obtenida del 


martes, 20 de enero de 2015

Instrucciones para subir una escalera (Julio Cortázar)

 

Nadie habrá dejado de observar que con frecuencia el suelo se pliega de manera tal que una parte sube en ángulo recto con el plano del suelo, y luego la parte siguiente se coloca paralela a este plano, para dar paso a una nueva perpendicular, conducta que se repite en espiral o en línea quebrada hasta alturas sumamente variables. Agachándose y poniendo la mano izquierda en una de las partes verticales, y la derecha en la horizontal correspondiente, se está en posesión momentánea de un peldaño o escalón. Cada uno de estos peldaños, formados como se ve por dos elementos, se sitúa un tanto más arriba y adelante que el anterior, principio que da sentido a la escalera, ya que cualquiera otra combinación producirá formas quizá más bellas o pintorescas, pero incapaces de trasladar de una planta baja a un primer piso. 
 
Las escaleras se suben de frente, pues hacia atrás o de costado resultan particularmente incómodas. La actitud natural consiste en mantenerse de pie, los brazos colgando sin esfuerzo, la cabeza erguida aunque no tanto que los ojos dejen de ver los peldaños inmediatamente superiores al que se pisa, y respirando lenta y regularmente. Para subir una escalera se comienza por levantar esa parte del cuerpo situada a la derecha abajo, envuelta casi siempre en cuero o gamuza, y que salvo excepciones cabe exactamente en el escalón. Puesta en el primer peldaño dicha parte, que para abreviar llamaremos pie, se recoge la parte equivalente de la izquierda (también llamada pie, pero que no ha de confundirse con el pie antes citado), y llevándola a la altura del pie, se le hace seguir hasta colocarla en el segundo peldaño, con lo cual en éste descansará el pie, y en el primero descansará el pie. (Los primeros peldaños son siempre los más difíciles, hasta adquirir la coordinación necesaria. La coincidencia de nombre entre el pie y el pie hace difícil la explicación. Cuídese especialmente de no levantar al mismo tiempo el pie y el pie). 
 
Llegado en esta forma al segundo peldaño, basta repetir alternadamente los movimientos hasta encontrarse con el final de la escalera. Se sale de ella fácilmente, con un ligero golpe de talón que la fija en su sitio, del que no se moverá hasta el momento del descenso.