martes, 6 de septiembre de 2011

Tom Maver y la Traducción (Este Jueves, Tom en Bueno Zaire)




Empecé a traducir sin darme cuenta casi. Había ido a Estados Unidos y quizá me sentía un poco abombado por tanto inglés, aunque fui al sur, donde el país es prácticamente bilingüe; la cuestión es que en la casa donde estaba había libros de poesía, de Dickinson, e.e. cummings, Auden, Whitman, y además yo estaba comprando y leyendo nuevas poetas que me resultaban increíbles y que quería mostrar a mis amigos. Por ese entonces yo ya escribía poesía pero nunca me había puesto a traducir. Y así empecé, un poco probando y como si fuera un juego, para poder mostrar esos poemas.

Me acuerdo, por ejemplo, de haber leído allá los Veintiún poemas de amor, de Adrienne Rich, y que en uno de ellos, una mujer sueña que su pareja es un poema, el poema de su vida, aquel que ella querría mostrarles a todos los que amaba. Pensándolo hoy, creo que algo de ese deseo amoroso es el que me llevó, de manera inconciente entonces, a empezar a traducir.

Es raro el trabajo del traductor. Está pero no está; está pero se corre a un lado, dejando pasar algo que de todos modos lo atraviesa. Alguna vez escuché a alguien que decía que la traducción era como un viaje. Si bien me gusta pensar que el poema viaja de una lengua a otra, me parece más justo decir que es un trabajo quieto: lo que se ensancha es la lengua a la que se traduce.

Lo confieso: no sé cuánto sé de inglés, en el caso de que el conocimiento pueda ser cuantificado, o que un idioma pueda ser conocido por completo… sospecho que no. En todo caso, tengo para mí que al igual que con la lectura, la traducción consiste sobre todo en escuchar, en oír lo que el poema tiene para decir. Me cuesta quedarme con esa fácil conclusión de pensar que en la traducción siempre algo se pierde: lo mismo podría decirse de cualquier lectura: ¿quién sería capaz de abarcar todos los sentidos de un poema en castellano, por ejemplo? Más aún: ¿quién querría semejante cosa? Cuando uno lee un poema, también hay algo que se pierde, pero sobre todo hay algo, a veces poco, a veces mucho, con lo que uno se queda. Y eso hace la traducción, quedarse con algo. Y cada lector se queda con algo distinto. La traducción es como un trabajo afectuoso en el que a la lengua madre se la hace ir por un camino que de buenas a primeras quizá no hubiera tomado. En ese sentido es desviar la lengua, renovarla, acercarla al ritmo de otro idioma, un trabajo donde la seducción no está exenta, y a la que hay que prestarle una atención sostenida, amorosa.

Como se ve, no soy un académico ni un gramático. Y siento la necesidad, no de ser literal, sino más bien fiel al poema. Es decir, confío en la transformación que se produce en la traducción. Barthes tiene una frase que me encanta: “Estar con la persona que amo, y pensar en otra cosa. Entonces tengo los mejores pensamientos”. La fidelidad tiene que ver con esa deriva, para traducir hace falta entrar en la corriente del poema hasta encontrar algo que no sabíamos que estaba ni en el poema “original” ni en nuestro propio idioma. Todo hallazgo es a un tiempo creación y acogida. Ése es el ensanchamiento de la lengua al recibir el poema y reescribirlo al mismo tiempo: el castellano se estira tratando de alcanzar eso otro que ya lo siente como propio.

Considero que cualquier lector puede poner a prueba una traducción: basta con oír con los ojos, como pedía Sor Juana, mirar con los oídos, y ver si se produce la fiesta de los sentidos, si se percibe la soledad sonora.

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