martes, 24 de mayo de 2011

Hablemos sólo de las cosas que nos gustan. Hoy: El cisne negro.


El cisne negro. Bajo un oscuro halo de suspenso, con ritmo de cine de terror oriental, Aronovsky propone una reflexión sobre el arte como anhelo, como sed -de perfección, pero no solamente, sino en general: como deseo-; pero también una reflexión sobre la Ley y el infinito peso del deber-ser arrastrado desde la familia; y aún sobre la construcción de la realidad y el modo concreto en el cual ésta es vivida por cada uno de nosotros: y a decir verdad, todos sabemos que lo real es mucho más parecido a un cuadro de Munch o a un cuento de Kafka que cualquier obsoleta e insípida forma del realismo: la realidad -podemos pensar desde El cisne negro- no es vivida de manera real, lo que vemos se ve constantemente atravesado por nuestros fantasmas personales.

Y gira, en su hipnótica danza, sobre sí misma: como toda película medianamente interesante, propone un cierto modo de contestar a la pregunta "¿qué es el cine?", y saben qué es lo divertido? no contesta nada. O lo que responde es, felizmente, un círculo que no cierra, algo hermoso en tanto que contradictorio. O mejor, antes que la figura de un círculo -eternamente perfecto y, por ende, asfixiante- la figura de una espiral: una escritura sobre otra, como hacer una película en dónde la protagonista participa en una versión renovada del Lago de los Cisnes.

Natalie Portman encarna, brillante, ambas figuras, y es una y doble a un mismo tiempo. La dulce nenita de mamá, my little sweetheart se memorfosea y pierde capas y capas de porcelana, que se parten -en una lenta y sostenida estridencia- contra el piso. Una mariposa se transforma en gusano ante la indignada mirada de la Ley; quizás el gran mérito de esta película consista en eso justamente, en contaminar cada punto con su opuesto: el ballet clásico a la manera de una rave furiosa, en dónde ya nadie sabe bien quién es quién y las identidades se desvanecen como la noche cuando falta poco para que amanezca.

Para ese entonces, para cuando la película llega a su fin, uno recuerda que existe, que uno es uno y que -por desgracia, o no- el mundo está ahí. Dejamos de ser ese trapo estrujado, en permanente tensión; esa piltrafa anhelante de más y más y más en que nos convirtió, otra vez, Aronovsky.

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