viernes, 27 de mayo de 2011

Claudia Masin


geología

Toda nuestra infancia debe ser imaginada de nuevo.
Gastón Bachelard.


De pequeña
probablemente pensara que la geología
era la ciencia que enseñaba a vivir en la tierra.
Geo, tierra, Logía, ciencia. Era razonable,
y desde entonces Yo voy a ser geóloga
cuando sea grande, informaba,
como quien dice voy a averiguar sola
lo que nadie me sabe contar,
voy a clasificar todos los géneros
de dolor que conozco como si fueran piedras.
-Tal vez en los manuales -me decía-
entre fallas y estalactitas aparezca en una foto
yo con mi disfraz de explorador
y en una nota al pie, esta descripción:
nena de piedra hallada en una cueva
muy al norte, casi escondida,
el cuerpo cubierto de palabras talladas,
por el tiempo transcurrido, incomprensibles.



poligrafía

Escribías con una piedrita en la tierra tu nombre, palabras
al azar: arena, río, spider man. Como si creyeras que una historia
se escribe por la suma, la discreta acumulación de partículas.
O como si dibujar una casa bastara para poder habitarla. Pero
¿quién vive una vida real en una casa dibujada?

Hay un ligero, sutil desasosiego en las largas horas de la siesta,
que hace que todos prefieran dormir. Aún así, resistías despierta.
Es extraño pensar en una vigilia en pleno día, cuando nada
escapa a la visión y cada sonido resuena
amplificado en el silencio.

Los climas violentos crean una sensación de inminencia,
la ilusión de que nada va a quedar igual después del vendaval
o del calor intenso: una fiesta que se celebra
por un acontecimiento imaginario. Y es la imaginación,
y no los hechos, quien te deja asombrada una y otra vez
frente a cosas idénticas.

En esa hora en que son intensas niñez y desdicha,
como agujas en preciosa sincronía, ¿cuál
sería el objeto de tu espera? ¿Un naufragio, un estallido,
acaso el descubrimiento de la tristeza,
esa grieta que modifica tu mundo para siempre?
No es otra cosa que ese momento
lo que dirían las palabras, si alguna palabra
dijera alguna vez algo cierto.



grafito

Una noche de luna llena, en la hamaca del jardín,
están sentadas. La madre canta una canción
que repite y repite, podría decirse hasta el cansancio,
sólo que la hija no se cansa: se encanta, se duerme.
Desde esa noche, para la hija, escribir
será escribir la pérdida de ese momento.
La escritura de la canción de la madre demora
el final de la canción misma. Las palabras
existirán para crear esa demora, un instante
suspendido entre la voz y el silencio. Y por eso,
la hija las escribirá con esa facilidad dichosa
con que sólo pueden hacerse
ciertas cosas imposibles.

(De “Geología, Nusud, Bs. As., 2001)

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Madre e hijo

Despacio, despacio, que hasta aquí no llegue la prisa
de la muerte. No quiero que venga la primavera,
dijiste, no tengo ropa que ponerme. En las montañas
pareciera que siempre está a punto de desatarse
una tormenta, pero hay una sola tormenta en todo
el invierno. Cuando sucede, salimos los dos
a verla. Te tiemblan las manos como a una niña
pequeña, siempre me pregunté si de alegría
o de miedo. Todas las cosas únicas aterran.
A veces quisiera protegerte, taparte los ojos,
que no adviertas la primera gota
desprendiéndose, inevitable, del cielo. Que no sepas
que por más que hagamos silencio por meses,
por años enteros, acabaremos por decirnos una
u otra palabra, y en ese momento comenzará
a correr el tiempo.


París, Texas

Me gustaría contarte lo que veo, hablarte
de los hoteles abandonados apareciendo de la nada
en el medio de la carretera como castillos solitarios
cuyos puentes levadizos hubieran sido
dinamitados hace tiempo. Me gustaría
contarte lo que veo pero es imposible
hallar un dolor que condescienda
a ser narrado. ¿Vale la pena entonces,
emprender tan largo viaje para ir de un extremo
a otro del silencio? También es imposible
callar por completo: sé que terminaré por llamarte,
como se llama a alguien cuando se está a oscuras,
sin el auxilio de la voz, un estremecimiento
semejante al de esas luciérnagas
que al chocar contra un parabrisas en la ruta,
se deshacen esparciendo una nube pequeña
de polvo y luz, y ésa -quizás- es su idea
de un encuentro.

(De “la vista”, Visor, Madrid, 2001)


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la estela

Que no debía ser tan complejo, me decías ¿Y por qué no? ¿Acaso no es
complejo
el sutil mecanismo que pone en conexión al polen y la abeja, o las infinitas
transformaciones químicas que sufre un pequeñísimo
grano de arena hasta llegar a ser parte, ya irreconocible, del cuerpo
del diamante?
Es complejo encontrarnos y perdernos, los que andan por el fondo de la tierra
buscando el tesoro de una cueva inexplorada lo saben más que nadie,
no es al heroísmo ni a la astucia sino al azar o al misterio
que se debe el descubrimiento: ese cruce fatal, inevitable
entre quien busca y lo buscado, ese momento de arrebato y mutua
entrega. ¿Por qué debería ser fácil dar con aquello que esperábamos
ya de niños en el jardín del fondo de la casa, sin saber
que se trataba de una espera esa curiosidad honda y atenta
a cada ruido de la siesta, a una rama que se agrieta en el calor,
al paso de sombra de un lagarto en la humedad de las paredes?
¿Por qué hemos olvidado, si lo que sí sabíamos entonces
es que es difícil cierta clase de belleza, dar con ella, estar despiertos
cuando cruza por delante de nosotros, no para atraparla,
sino para quedarnos a vivir en la estela que deja?



el talismán

¿Y de qué sirve la luna llena, deslumbrante, en el cielo de esta noche
si yo camino sin verla? Los ojos de los que estamos
constantemente al borde de la caída o del tropiezo, no saben
despegarse de la tierra. De qué sirve una belleza que no sea material, que no pueda
tomarse entre las manos como una piedra y ser llevada siempre encima del cuerpo,
como esas cosas insignificantes que un niño acarrea consigo donde vaya
y que lo sumen en el terror o el desconcierto si se pierden.
No hay belleza para mí en las cosas que no pueden volverse talismán contra las fuerzas
del desamparo o de la pena, y ninguna palabra podría hacer eso,
sólo la presencia material de lo que fue elegido por un amor oscuro,
cuyas leyes desconocemos, para preservar nuestra vida intacta
entre todos los peligros y accidentes que la cercan,
a pesar de que es ella, esa presencia amada, el peligro mayor,
porque no puede protegernos de su pérdida.

(De “La plenitud”,Hilos, 2010)


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Claudia Masin nació en Resistencia, Chaco, Argentina, en 1972. Desde 1990 vive en Buenos Aires. Es escritora y psicoanalista. Tiene siete libros de poemas: Bizarría, Geología, la vista (Premio Casa de América de Poesía Americana 2002, publicada por Visor, Madrid y que será reeditado este año en argentina) Abrigo, El secreto (antología 1997-2007), La plenitud y El verano. Poemas suyos han sido incluidos en diversas antologías, entre ellas Poesía latinoamericana del Siglo XXI: el turno y la transición ( Ed. Siglo XXI, México,1997), Poetas argentinas 1960-1980. (ed. del Dock, argentina)Es creadora y coordinadora, junto a un grupo de artistas de diversas disciplinas, de ciclos multimedia relacionados con la poesía (El pez que habla, El gallo y la luna), de ciclos de recitales de poesía (La mirada, Poligrafías, La Musik) y de la editorial de poesía Curandera. Coordina un taller de escritura poética desde 1997.

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